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David Remartínez
Viernes, 29 de abril 2016, 07:21
Para promocionar su último disco, la discográfica de Beyoncé ha difundido entre los medios que el álbum trasluce los problemas del matrimonio de la cantante, e incluso las infidelidades de su marido, Jay-Z, quien seguro, seguro, se ha llevado un sorpresón. En ese punto estamos. Ser una súperestrella del pop en estos tiempos instantáneos obliga a hacer el mamarracho a diario, porque la notoriedad puede disiparse en un segundo y porque el público ha perdido cualquier capacidad de asombro en un mundo de redes móviles donde el ego es dios y todo quisque se fotografía en bolas. Cuando las coreografías de los videoclips ya recorren todo el imaginario postural del porno como un karaoke para cualquier público, cuando las actuaciones en la Super Bowl ha pasado de descubrir tetas a simular felaciones, cuando el twerking se ha convertido en el baile convencional de los adolescentes; en definitiva, cuando la lujuria y las malas fachas, de tradicional los dos recursos provocadores del pop, han sido agotados como reclamo publicitario, solo cabe un aluvión de lo mismo. Rihanna sale todas las malditas noches de copas con chándal, tacones y medio pezón desbocado como orgullosa Reina de Las Chonis. A Lady Gaga, la Diosa de la Espantanjería, solo le queda posar con un encofrado y dos obreros de Malasaña encima de la cabeza. Miley Cyrus, dios mío, va a terminar fotografiándose el falopio en Instagram.
Y Prince se ha muerto. Prince Rogers Nelson se ha muerto, y los medios de comunicación no le han hecho el puñetero caso que merecía.
Sin Prince no existirían ninguna de esas estrellas a las que ahora llamamos iconos del pop. Para empezar, porque sin Prince no existiría ese pop de raigambre negra que alimenta los singles de las actuales listas de éxitos comercializados vía videoclip marrano.
Hay tres pasos clave en la historia de la música negra que la transformaron en universal: la Motown y James Brown durante los años sesenta, la música Disco en los setenta, y Prince y Michael Jackson en los ochenta. Luego ya estalló el hip-hop. Esto no se puede explicar, simplemente es así: hay que escucharlo.
La discografía de Prince desde Dirty Mind (1980) hasta Lovesexy (1988) es monumental, ocho discos en nueve años compuestos, producidos y casi completamente interpretados por él mismo, que constituyen ocho cumbres de la música, un tratado de estilos y que resumen una década. Un dato comparativo: los Beatles publicaron sus elepés en ocho años. Así que ya tenemos el primer desprecio a la muerte de un genio cuyo legado supera al de, por ejemplo, Stevie Wonder, y cuyas canciones cedidas lograron crear carreras (Sinéad OConnor, Nothing Compares 2 U), impulsarlas (Bangles, Manic Monday) o remontarlas (Tom Jones, Kiss). Para remate, Prince fue un guitarrista prodigioso. Busquen su actuación en la Super Bowl de 2007.
Segundo desprecio: ni Rihanna o Beyoncé con sus nalgas trotonas, ni Jay-Z o cualquier otro rapero de alma proxeneta con su imaginario perforador superarán nunca la sexualidad musical de Prince. La mitad de sus letras, y hasta algún álbum enterito, está consagrado al feliz deporte del ayuntamiento carnal, así como sus portadas, sus bailes, sus puestas en escena. Prince era puro sexo; más que cantar, lamía. Esto tampoco se puede explicar, simplemente es así.
Y en tercer lugar: si a alguien en la historia de la música se le puede llamar Icono del Pop es a Prince, el artista que renunció a su nombre y lo convirtió en un símbolo, el primer súperventas que se enfrentó a la industria discográfica, el primero que entendió la comercialización de canciones sueltas y el primero que se negó a regalar su trabajo en los streamings y youtubes. ¿Por qué entonces el mundo ha afrontado su muerte como otra más? ¿Por qué David Bowie se ganó miles de páginas y el de Minneapolis no? Pues por otras tres razones.
La primera afecta a los medios de comunicación masivos, vendidos al clic, que solo atienden como fenómeno a aquello que la audiencia (o el resto de medios) interpretan como tal. Además, muchos críticos culturales siguen los patrones de los años sesenta (las bellas artes), despreciando el pop comercial (de Prince al twerking) como la mayor manifestación cultural de nuestro tiempo, con sus caras y sus cruces.
En segundo lugar, la radicalidad de Prince con la difusión de su música constituyó a la postre su condena mediática. Como en los años noventa su producción no mantuvo el mismo listón, muchos se alejaron de una discografía que posteriormente fue más difícil seguir porqe, además de errática en lo artístico, no era gratis. No estaba en internet si no era previo pago. Y así, el resurgimiento de Prince en los últimos años, con discos como Planet Earth, quedó eclipsado en este mundo donde, si no te comparten, no existes.
Y por último, Prince ha sido ninguneado porque, apijotados por el afán de celebridad y el aluvión de egos, hemos perdido la noción de genialidad. Prince hizo todo lo que hacen los genios, incluso volverse completamente loco (denunció a sus fans por usar su imagen). Casi 40 años editando discos, decenas de himnos, una personalidad incomparable . Y ahora, encima, se ha muerto, malditos.
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