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The Knife.
Elogio al 'playback'

Elogio al 'playback'

Si algo demostraron The Knife en la última gira que emprendieron antes de separarse es que las convenciones de la música en directo están sobrevaloradas

David López

Miércoles, 11 de mayo 2016, 15:29

La finalidad del artista es enfurecer, incomodar, epatar. A lo largo del siglo XX han sido muchos los que se han agarrado a este principio, a la idea según la cual el gesto creativo tiene la obligación de evitar, ante todo, la indiferencia. La provocación inteligente debe actuar como revulsivo en una sociedad anestesiada. Es lo que os recomendaría John Maus, un profesor de filosofía política de la Universidad de Hawai que en los últimos años, gracias a discos como 'We must become the pitiless censors of ourselves', ha reverdecido una etiqueta tan agraciada como 'pop hipnagógico' experimentando con los recuerdos líquidos de la década de los ochenta, reconfigurando el legado de Kraftwerk, OMD o The Human League. Su concierto en el Primavera Club 2011 levantó ampollas y generó una corriente crítica impensable entre un público que, a estas alturas, se intuía abierto a este tipo de excentricidades. Los que asistieron a su performance en el Círculo de Bellas Artes de Madrid no dieron crédito: Maus berreaba furioso sobre su propia voz pregrabada mientras, desbocado, se golpeaba con fuerza el pecho y la cabeza como si estuviese poseído por el mismísimo diablo. Ríanse ustedes de los bailes espasmódicos de Ian Curtis. El asombro se tornó en indignación y más de uno se comportó como un auténtico integrista recurriendo a algo más que insultos.

Fue tal escándalo que la organización se vio en la tesitura de tener que justificar su inclusión en el cartel con una suerte de manifiesto en el blog oficial del festival. Me permito el lujo de recuperar un extracto de aquel texto redactado por Abel González: «¿Que el concierto de John Maus polarizó a la audiencia en el Círculo de Bellas Artes de Madrid? Estupendo, lo mismo ocurrió la primera vez que Elvis salió por la tele, la primera que Dylan electrificó su cancionero, cuando los Pistols pillaron a un bajista que no sabía tocar, cuando Kraftwerk montaron un concierto con autómatas o cuando Public Enemy le dieron a la sirena. ¿Desde cuando un concierto es mejor o peor según ciertas decisiones de tipo técnico?, ¿Qué convierte a John Maus en una propuesta menos honesta que Suicide, Flaming Lips, Sunn O))) o cualquiera que interprete usando overdubs, carezca de filigraneo o no tenga un cantar ortodoxo? Intentar trazar el límite de lo que es y lo que no es constituyente de una propuesta válida de directo es una empresa que dejará en muy mal lugar a quien lo intente». Triste o no, resulta inaudito que una propuesta artística libre y comprometida requiera de una defensa pública por parte de sus patronos para eludir el castigo de la hoguera. Al final, signo de los tiempos, hasta la controversia es carne de márketing: todavía hoy se pueden adquirir en eBay por 50 dólares unas camisetas cuyo frontal luce el mensaje 'I saw John Maus live' ('Yo vi a John Maus en directo').

Mejor suerte corrieron The Knife en el Primavera Sound 2013, aunque su paso por el Parc del Fòrum tampoco se libró de la quema, de toda clase de vilipendios. Karin y Olof Dreijer, siempre esquivos con la prensa, aterrizaron en Barcelona precedidos por cierta polémica como consecuencia de sus peticiones a los medios que aspirasen a entrevistarlos: sólo conversarían con mujeres que mantuviesen firmes convicciones políticas. Enemigos declarados de la «industria patriarcal», vetaron a los «hombres blancos heterosexuales de mediana edad». El dúo, que entendía la música como una herramienta para canalizar su lucha feminista y socialista, no terminaba de sentirse cómodo en un evento masivo donde los logos de los patrocinadores inundaban las vallas del recinto. Por eso en su show, que comenzó bien entrada la madrugada, en el mismo escenario que horas antes pisaron The Breeders o James Blake, se atisbaba un corte de mangas a la convención, a las reglas no escritas de la música en directo.

Planificado hasta el último detalle, su espectáculo jugó, sobre todo, a diluir el culto a la personalidad y a la imagen icónica, a difuminar las barreras de la identidad sexual. La presencia de los hermanos suecos se desvanecía entre la troupe de bailarines que invadía el espacio escénico. Optaron por la ambigüedad, por perderse entre cambios de vestuario y maquillaje. En ocasiones incluso adoptaron el papel de meros espectadores en un lateral. Alcanzado cierto punto no sólo fue complicado distinguir quién era quién, sino discernir qué sonidos y voces se interpretaban en directo y cuáles procedían de un 'playback' entre la vorágine de melodías rotas, percusiones tribales, vocoders y sintes tropicales. Una pretenciosa locura, alentada por las teorías el movimiento situacionista, que celebraba la androginia, el activismo queer y el fracaso del sentido estético del capitalismo. Entonces no lo sabíamos, pero sería su última actuación en España: dos meses después, a mediados de agosto, anunciaron por sorpresa su disolución. Era el destino que tarde o pronto le aguardaba a una banda que repudiaba la posibilidad de ser empaquetada como cualquier otro producto del mercado. Se despidieron, como rezaba el título de su cuarto LP, agitando lo habitual.

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