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Álvaro Machín
Miércoles, 1 de febrero 2017, 13:48
Fue en Santiago de Chile. En pleno desamor. Yo andaba mojando las penas en pisco y Coca Cola casi a la misma hora que aquí se mojan los sobaos en el café. Héctor, un pintor local con mundo, me dibujó la ruta de los bares ... menos pijos y fue el amigo inesperado al que cuentas intimidades con más profundidad que a un hermano. Me adoptó y nunca se lo he agradecido lo suficiente. Aquella noche bebimos y charlamos mucho. Carreteamos, que dicen allá, hasta que al cuerpo le entró el hambre pastosa y algo cochina que llega llegado el caso. Aún recuerdo la cara del artista diciéndome que fuéramos a comer empanadas y las mesas desordenadas en el comedor de un tugurio de las tantas. Un local de muertos de hambre. Un lugar maravilloso. Entre bocados que a esas horas saben a gloria vi aparecer a un tipo sacado de la portada de un clásico en vinilo. A un músico de postal. Fue entrando con pasitos cortos, moviéndose como si ya al andar marcara un compás suave. El mismo con el que empezó a tocar los primeros acordes de Blowin in the wind. Iba de eso. De pelo largo, chaqueta vaquera, armónica sobre un soporte y uñas largas para recrearse en las cuerdas de una guitarra desgastada. De Dylan, de Imagine... De ganarse la vida con eso. Con gusto y voz como para no molestar. De himnos reconocibles. Y allí, tres canciones después, a nadie le sorprendió que la siguiente empezara con un 'ayer se fue, cogió sus cosas y se puso a navegar'. Yo miré a Héctor con la mirada saltarina y salí a cantar lleno, incluso, del orgullo patrio que hace que la ese de español suene a jota (y de alcohol, pero eso es lo de menos en esta historia).
El relato, que es real, tiene una intención más allá de que se rían un rato de mí (o conmigo). Una intención que a uno le resulta emocionante. Porque hace días cumplí uno de esos sueños deliciosamente diminutos. Nunca pensé que vería a Perales cantar en directo. Yo creí, incluso, que el cantante que siempre me imagino que tiene los hombros encogidos cuando le escucho ya no andaba con giras. Y sí, sí que anda. Anda como siempre.
Para los que reparten lecciones y me llaman hortera les diré que conseguí las entradas de milagro. Que pagué 86 euros por los dos asientos del Euskalduna que quedaban libres para sentarse juntos. Y que estaba tan lejos del escenario que, si no fuera porque le escuché, podía haberme creído que un acomodador del teatro era el maestro. Un lleno absoluto. Un lleno emocionante, como la tarde. Como el día entero, los días antes y los días después. No tiene sentido que yo cuente aquí el número de discos, de números uno, de temas escritos para otros... Que hable de la poca experiencia que solemos tener aquí para envolver a los mitos. Que aclare la dimensión, la trascendencia, que remita al vídeo con Marc Anthony arrodillado, a la versión de Elefantes con Sidonie y Love of Lesbian, a 'Marinero de luces' o 'Porque te vas'... Que trate de imitar la crónica musical de Óscar Cubillo llena de referencias y apuntes en El Correo. Ya puestos, que hay que tenerlos cuadrados para firmar una forma así de encajar unos cuernos y convertirlo en un temazo del pop español.
Puedo decir, sí, que está como siempre. La misma voz, la que no necesita alardes porque parece que llega sentada en el sofá del salón, justo al lado. Nunca fue mucha, pero es la de toda la vida. Cálida, comprensible, modesta. Perales escribe y canta canciones honestas. Puedo creer que sigue dando en el clavo. Que si me hubiera preguntado qué título me gustaría para un nuevo disco le hubiera sugerido el que él ha puesto. Que allí, en el Euskalduna, repartió calma. Que nos apretó la mano. Que me encantó escuchar sus explicaciones, los relatos de cómo nacieron las canciones. Que viajamos a un pueblo de Cuenca, al otoño y, cada uno, a sus cosas. Porque puedo contar todo eso, pero yo prefiero contar historias como la de Santiago y mi amigo pintor. Las mías. La de salir a cantarle en el karaoke de la calle Panamá, la de regalarle a ella el disco de grandes éxitos para llevarle yo en el coche. La de la casete de color blanco y sin caja que anduvo años por casa. La de tantas Nocheviejas cuando estábamos todos. Darle las gracias por tanto y contar que, al escucharle, volví a ver desde el asiento de atrás a mi padre conduciendo el Seat Ritmo S-6027-I y a mi madre, mucho más joven, a su lado. Porque para mí eso no tuvo precio. Porque a mí me gusta llorar, con gusto, por esas cosas.
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