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David Remartínez
Miércoles, 1 de marzo 2017, 22:58
Creo que tenía 15 años cuando escuché a Joy Division por primera vez. Era bajo, escuchimizado, y estaba tormentosamente enamorado de todas mis compañeras de clase. Mi padre tenía una tienda de discos donde trabajaba también mi tío Luis, de aquélla un treintañero. Un día, Luis vio la colección de casetes que apilaba en la estantería de mi cuarto: Status Quo y Kiss, pero también Joaquín Sabina y Luis Eduardo Aute. Se alarmó por los cantautores y se río de mí. A los pocos días me había grabado otras casetes "con música de verdad". La primera llevaba en la cara A el primer elepé del que sería desde entonces mi grupo favorito, más un concierto pirata en la cara B. Puse la cinta en el walkman por la cara B, porque estaba rebobinada. Todavía no doy crédito.
Aquel concierto sonaba sucio, rabioso y lóbrego, como eran Joy Division, como el Manchester donde nació la banda. Un ambiente, un humo, una atmósfera inquietante como la sexualidad de un adolescente o como un párrafo de William Burroughs. No en vano, 'Atmosphere' es la canción que cierra el documental de nombre homónimo al del grupo, escrito por el crítico musical británico Jon Savage, dirigido por Grant Gee y estrenado en 2007.
'Joy Division' retrata una ciudad y una época, retrata el paisaje social, hormigonado y asfixiante, que parió a un grupo incomparable: "Hasta los 9 años no vi un árbol", cuenta el guitarrista Bernard Sumner en su inicio. En ese Manchester industrial, donde el brutalismo arquitectónico edificaba ratoneras residenciales, donde las factorías tragaban obreros y escupían monóxido, una ciudad levantada sobre los escombros de la Segunda Guerra Mundial hasta crear un gigantesco escombro de desesperación, los jóvenes se desahogaban en el punk. No había futuro. Otra canción: 'Isolation'.
Pero "tarde o temprano alguien iba a querer decir algo más que 'Fuck you'. Alguien iba a querer decir 'I'm fucked'. Y fueron Joy Division los primeros en hacer eso: usar la energía y la simplicidad del punk para expresar emociones más complejas". Así me sentí yo sin saberlo al escuchar 'Transmision'.
La antedicha explicación, tan certera que obliga a quitarse las tachuelas de la chupa, es de Tony Wilson, el legendario periodista musical que descubrió a la banda y que creó la sala The Haçienda y el sello Factory Records, cauces ambos de una modernidad que insufló oxígeno a una generación de ingleses.
Wilson falleció al poco de participar en el documental, lo cual, de por sí, eleva el valor de la película. Porque Joy division es una película: sobre una década, sobre un episodio del pop, sobre un grupo que son dos (New Order, nacido del entierro) y sobre la fatal vida del cantante y letrista Ian Curtis, alma e icono de Joy Division, de cuyo suicidio a los 23 años brotó la leyenda: "Confusion in her eyes that says it all. Shes lost control".
Savage y Gee reúnen los testimonios de los protagonistas naturales, casí íntimos; sin la afectación de un making off y desescombran los escasos documentos del grupo para construir su relato. Conciertos piratas, entrevistas de radio, libretas de giras... más las míticas fotografías de Anton Corbijn, quien también en 2007 estrenó su película sobre Curtis: 'Control'. Paradójicamente, el documental consigue recrear visualmente la atmósfera de las fotos casi mejor que la cinta de Corbin: el blanco y negro, los huecos, el frío, el rock como un arte de críos, artesanal.
Cuando escuché las primeras canciones de aquella casete, tumbado en el sofá, me sentí refugiado en una especie de cueva, aunque sin entender muy bien por qué. Hasta que, hacia la mitad de la cinta, sonó la guitarra con la que empieza 'Love will tear us apart'. Entonces se hizo la luz, se me abrieron los pulmones, y estoy absolutamente convencido de que lloré. Por todas las chicas de clase, porque sí, por yo qué sé qué. Y así acabé también de ver el documental de Joy Division, again.
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Rocío Mendoza | Madrid, Lidia Carvajal y Álex Sánchez
Álvaro Machín | Santander
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