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Carlos Benito
Miércoles, 1 de marzo 2017, 17:06
Algo falló en la trayectoria de Grandaddy, como si en algún lugar de su maquinaria (por emplear una de esas imágenes tecnológicas tan propias de su universo) se escondiese un mecanismo que no funcionaba del todo bien. Hubo un momento, allá por finales del siglo ... pasado, en el que el grupo estadounidense parecía llamado a un estrellato más o menos inminente para el que reunía méritos de sobra: muy pocas bandas de aquella generación han sido capaces de crear tantas canciones tan bonitas, un adjetivo siempre desprestigiado pero idóneo para su estilo acariciador y accesible. Hasta David Bowie los citaba como sus nuevos favoritos y acudía a sus conciertos. Sin embargo, nunca acabaron de remontar el vuelo y se quedaron ahí, planeando a media altura, como un grupo influyente y adorado por unos fans particularmente fervorosos, pero muy alejado de bandas como esos Radiohead que los críticos solían emplear de referencia para calcular su éxito futuro.
Grandaddy, que mañana editan álbum nuevo tras un silencio de once años, son el vehículo expresivo de Jason Lytle, un tipo complejo y un poco asocial que canta, toca (sobre todo) teclados y guitarra, se ocupa de componer el material e incluso ha grabado varios de los discos sin la colaboración de ninguno de sus compañeros. Su pasado como 'skater' al borde de la profesionalidad le ha dejado el cuerpo quebrado por dolorosas lesiones, que exigen su buena ración de calmantes, y a menudo da la sensación de que, en su trayectoria como rockero, Lytle sigue añorando aquellos días más fáciles y más libres de la hermandad del monopatín. Hablamos de un tipo que viaja siempre con su bici de montaña, que prefiere grabar en estudios caseros y que muestra cierta tendencia a instalarse en cabañas, alejado de las servidumbres de la vida social. Pero este ogrillo huidizo es también un artista delicado que ha logrado crear un sonido personal, tan identificable como difícil de copiar: el suyo es un universo de baladas y medios tiempos que nunca logran sacudirse la melancolía, con una importantísima presencia de sus sintetizadores (los ruiditos de Grandaddy son la marca definitiva de la casa) y una poética obsesionada por la contraposición entre lo natural y lo tecnológico.
Grandaddy - 'Way We Wont'
El grupo de Modesto (California) parece alentar a los críticos a inventarse etiquetas a medida, como «agridulce indie rock espacial» o «neopsicodelia beatífica». Sus influencias resultan complicadas de identificar, más allá de las guitarras noventeras y de ese eco de Neil Young que siempre acompaña a la voz aguda y vulnerable de Lytle: como buen patinador de California, de joven escuchaba a Suicidal Tendencies o Fear, sin conexión apreciable con su propuesta, pero él mismo ha manifestado su profunda deuda con un personaje tan poco punk como Jeff Lynne, cuyas visiones deslumbrantes al frente de la E.L.O. parecen un buen referente para Grandaddy. Aunque, por supuesto, eso no se atrevía a confesárselo a sus compinches del 'skate': «No era capaz de quitarme esa atracción por la música de texturas ricas, y era algo que tenía que guardarme para mí. The Cars fueron otro grupo que me abrió la mente. Escuchaba sus discos todo el tiempo, me los estudié de cabo a rabo: la manera de mezclar teclados y guitarra y las armonías», ha explicado a 'Magnet'.
Un tío en gayumbos
El tramo original de la carrera de Grandaddy duró catorce años, de 1992 a 2006, y dio de sí para cuatro álbumes y un puñado de epés intermedios, un formato al que siempre fueron muy aficionados. El cuarto disco se editó cuando ya habían decidido separarse y llevaban un par de años sin verse siquiera las caras, y de hecho es a todos los efectos una obra en solitario, pero Lytle prefirió ampararlo bajo el paraguas de la banda: «Es mucho más natural imaginarse a un grupo tocando juntos que a un tío frustrado a las cuatro y media de la madrugada, en gayumbos y con el pelo revuelto, esclavizado durante cuatro horas y media por el mismo pasaje de teclados», justificó en Drowned In Sound, con ese tono ácido y descreído que suele utilizar al referirse a sus actividades. Sobre su segundo álbum, considerado habitualmente su cumbre creativa, ha dicho: «Regrabaría entero'The Sophtware Slump'. El hecho de que este disco haya obtenido tanto aplauso me reconfirma que este negocio es un montón de mierda». Y, en el momento de la ruptura, declaró al 'Los Angeles Times': «Me gustaría ser el bajista de Green Day o el segundo guitarrista de los Foo Fighters, ahí arriba tocando rock, con el dinero garantizado, con las esposas y las novias de gira junto al grupo, todo dispuesto y bien preparado».
Pero, en vez de opositar a ese funcionariado del rock, la personalidad de Lytle parece empujarle siempre hacia la periferia del negocio, donde no existen las ataduras pero tampoco la estabilidad ni los grandes beneficios. Tras la separación de Grandaddy, acompañada por un buen ramillete de adicciones y desventuras personales, Jason Lytle se mudó a Montana y editó un álbum con su proyecto Admiral Radley y otros dos en solitario. En todos esos discos se escondía algún tema memorable ('I Heart California', 'Brand New Sun', 'Matterhorn'...), pero los fans seguían añorando a Grandaddy, pese a que el propio artista ha admitido alguna vez que la música del grupo y la que factura en solitario resultan «ligeramente intercambiables». En 2012, la banda se reunió apara actuar en directo, la cosa funcionó mejor de lo esperado y ahora llega por fin su quinto álbum, 'The Last Place', en el que Lytle se ha esforzado por recuperar las viejas señas de identidad: «He invertido un montón de tiempo y he tenido mucho cuidado en intentar que parezca un disco de Grandaddy. Cuando junté todos los ingredientes, acabaron mostrándome el camino. Me he esforzado mucho para asegurarme de que todos los sonidos extraños encajen bien, que no sea en plan 'oh, otro ruido loco de Grandaddy'».
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