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No tuvo que hacer mucho Rosalía para calentar al público madrileño que ayer esperaba como agua de mayo el desembarco de su Motomami World Tour en el WiZink Center. Antes siquiera de que la catalana saltase al escenario, la última canción del hilo musical, una ... tonada japonesa ya a todo trapo, había puesto en pie a un auditorio entregado desde el primer momento, mientras sobre el sencillo escenario -un espacio diáfano con tres pantallas verticales, una en el centro, algo más grande, y dos a los lados- los cañones de humo hacían de las suyas. A las 21.37 horas, se apagaban las luces y comenzaba un griterio ensordecedor, tan solo apagado por el ruido de unos motores hiperrevolucionados, tan estruendosos y brutales que parecía que los asientos del palacio de deportes iban a despegar. Entraban en el escenario, con la espalda doblada y unos cascos de moto iluminados de fantasía, varias fantasmales siluetas, hasta que entre ellas se erguía la primera, una Rosalía de chaqueta y minifalda de cuero rojo que, al compás que marca la adictiva línea de bajo interpretada por el piano de 'Saoko', enseñaba por fin su rostro a una audiencia entregada durante la hora y media clavada que duró el recital.
Dio igual que no empezara con buen pie el directo. Ya se sabe que desde la mesa de sonido el inicio de un concierto es casi un brindis al sol porque hasta que la marabunta no se pone a rugir uno no sabe donde tiene que poner el volumen de una voz tan bella y emocionante como la de Rosalía, que lo mismo te desgarra las mismísimas entrañas que te eleva a las alturas. Y el técnico fue hábil porque tras dos primeros versos escondidos entre las bases de la potente pieza que abre su último álbum, su voz emergió con la fuerza necesaria. Y tan pronto como llegó, se dejó de oír. Por completo. Rosalía se desgañitaba, pero solo se escuchaban los coros pregrabados. El público hacía no con el dedo, como si ella no se estuviera dando cuenta de nada. Pero se daba, su rostro lo decía todo. Cambió de micro y la cosa seguía igual. Pero, por alguna razón, nadie apretó el botón de stop. Afortunadamente, a medida que avanzaba 'Candy', la segunda canción del espectáculo, la voz de Rosalía volvió a recuperar su presencia sobre el escenario y ya jamás lo abandonaría.
Todo en este tour gira en torno a la catalana y su prodigiosa voz. El escenario es un lienzo en blanco pero poco dado a las florituras en el que las proyecciones -sin contar la realización en directo, bastante potente- brillan por su ausencia. Son la artista, el fantástico cuerpo de ocho bailarines -hacen de todo, desde secar el suelo hasta manipular cámaras de móvil que proyectan imágenes en directo sobre las pantallas del escenario, pasando por introducir atrezzo en la escena- y el operador de la steady cam, con quien a menudo juega la cantante. El resultado es un concierto cuya parte visual se mueve entre lo cinematográfico y los toques de vídeo amateur, como de red social, para un espectáculo musical divertido, cañero y, en ocasiones, muy emotivo. Tras 'Candy' llegaron la divertida 'Bizcochito' y 'La fama' y que mejor que cantar esta última con gafas de sol y derrochando actitud -Rosalía ha ganado muchísima fuerza sobre las tablas- mientras los bailarines hacían las veces de paparazzis.
Con cuatro canciones en el cuerpo, era momento de parar un poco, beber agua, secarse el sudor y calzarse una Gibson Les Paul negra. «Siempre que vengo aquí me siento muy querida», agradecía al respetable. «Mirad, la verdad es que desde que empecé a hacer discos me habéis dado mucho cariño y siempre que vuelvo me hacéis muy feliz», dijo. Y fue más allá: «De hecho, 'Motomami' es distinto a cualquier disco que he hecho y siento que tengo los mejores fans del mundo porque haga lo que haga siempre me respaldáis y me dais cariño. Como artista no hay nada más grande que eso. Es una bendición sentir que me apoyáis con todas mis locuras». El público se derretía.
Poco después rasgueaba los acordes de 'Dolerme', una canción sin editar que compuso durante la pandemia y que está interpretando ahora en directo, como muchas otras, por primera vez. La queja de la anterior gira de Rosalía sigue ahí. Sobre el escenario solo la guitarra y un raquítico amplificador, de fondo no se sabe bien si una base rítmica o alguien tocando una batería detrás del escenario. Sin duda, los discos de Rosalía tienen un espíritu minimalista: su voz es el centro y un sinte, un piano o un bajo son el único colchón que necesita para brillar, pero en directo, sobre todo en algunas canciones, a veces sabe a poco. Hubo quien pensó que la de San Cugat del Vallés tiraba de 'playback', pero no, es simplemente un trampantojo por el uso de música y coros pregrabados. Que a veces la imagen en las pantallas estuviera desincronizada respecto al sonido tampoco ayudaba. No sería la única vez que tocaría un instrumento: interpretó 'Hentai' al piano, en otro momento bello y emocionante.
Tras esta bajada de ritmo, la noche volvió a ponerse intensa: tocaba 'De aquí no sales', la primera canción que interpretaba de 'El mal querer', en la que el escenario se inundó de rojo, algo que más adelante repetiría con la hipnótica 'Diablo', donde la cantante se cortó las trenzas y se soltó la melena. 'De aquí no sales' maridó a la perfección con 'Bulerías', otro de los hits de 'Motomami'. Eran las diez de la noche y Rosalía estaba desatada, jugando con sus trenzas, como si de un látigo se tratara, mientras todos sus bailarines la rodeaban en una danza tribal, los mismos que en 'Motomami', la pieza que da nombre al álbum, construyeron con sus cuerpos una moto de carne y hueso sobre la que Rosalía desmenuzó la canción llena de rabia.
Llegó entonces el que para muchos fue uno de los momentos más emotivos de la noche, la interpretación de 'G3 N15'. «Hay muchísimas cosas que solo las puedo decir si las canto o las escribo y esta es una de ellas», dijo sobre una de las canciones más bonitas de su último disco.
Había que meter una velocidad más y por ahí se dejaron caer 'Linda' o 'La noche de anoche'. Para esta, la propia Rosalía, móvil en mano, bajo del escenario para cantar con sus fans mientras les proyectaba en la pantalla o leía algunos de sus carteles. La emoción podía sobre las voces, pero es que qué fan no se emocionaría si Rosalía le acababa de dedicar la canción por su veinte cumpleaños.
De 'Pienso en tu mirar' al 'Abcdefg' con esa M «de Madrid» además de «Motomami, motomami, motomami». Y de ahí a 'La combi versace' que le puso a bailar y taconear, dejando el micrófono a uno de sus bailarines. Después llegaría el momento con más perreo de la noche con canciones como 'TKN', 'Yo x ti, tú x mí', con toques de 'Papi Chulo' y 'Gasolina', y 'Despechá' y decenas de seguidores bailando sobre el escenario. Aquello se había convertido en una fiesta a la que todos estábamos invitados.
La más tranquila 'Aislamiento' dio paso al electro pop de 'Blinding Lights' y a 'Dinero y libertad', pero las cosas se pusieron serias de verdad con 'Como un G', 'Malamente' y 'Delirio de grandeza'. «La noche está terminándose», decía poco cerca de las 23.00 horas, «pero antes de terminarla me encantaría que la terminásemos con altura». Efectivamente, 'Con altura' fue el rotundo tema con el que Rosalía y sus bailarines abandonaron el escenario.
Quedaba un bis. La salida de los nueve, en patín, fue sencillamente espectacular. ¡Qué mejor forma de presentar la juguetona 'Chicken Teriyaki' que delizándose sobre las tablas del WiZink Center!. Habría un último momento emotivo, el de 'Sakura', con, esta vez sí, un músico tocando el piano eléctrico sobre el escenario. Después de hora y 25 minutos, la voz de Rosalía seguía rayando lo sublime. Lo certificó con una atronadora y espasmódica 'CUUUUuuuuuute' que se alargó lo justo y necesario para que la cantante pudiera despedirse y seguir bailando a golpe de bombo. «¡Madrid, muchas gracias y buenas noches!», se despidió tras un concierto enorme que supo a poco.
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