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Circula por las redes sociales una viñeta sobre la importancia del ejemplo en la educación. Es apenas un dibujo a mano alzada. Sentados en un ... banco hay una madre con su hijo leyendo cada uno un libro con un gesto de plácida abstracción; al lado, otra madre con su hijo en idéntica postura, pero en vez de un libro tienen un móvil en la mano. Esta madre está mirando a la otra, y sobre su cabeza se puede leer: ¿Y tú, cómo lo haces?
La pregunta evidencia la distancia de lo que uno hace en sus ratos libres y el fraude que hay detrás de imponer en nombre de cierta idoneidad las prácticas culturales. A uno le puede o no gustar la música clásica, hacer deporte, leer o tomar chorizo en vez de Nocilla en el bocata. Pero ¿cómo se logra ese gusto, es posible provocar el hallazgo que precede a la elección? Sea cual sea el contexto y lo inevitable de sus imposiciones, al final los propios sentidos imponen su espacio, y si ante la alegría colocas una flauta travesera simulando el canto de un pájaro, si un fagot traduce el movimiento autoritario de un abuelo en plena bronca irrisoria a un niño, la identificación es instantánea. E infalible. Este miércoles, el Festival Internacional de Santander lo ha logrado al abrir un hueco de su programación al público familiar con una doble función de 'Pedro y el lobo'.
Cuando Prokofiev compuso este cuento, lo hizo para acercar la música a los más pequeños, y mientras la identificación de sonidos con los animales simplificaba la trama, la propuesta que ofreció en la sala Pereda la compañía Etcétera acabó de completar los niveles de lectura del texto en su conjunto. En lo narrativo, una directora contaba las peripecias de los personajes, representados con títeres de colores fluorescentes, que bailaban y se movían al ritmo de la música: el lobo amenazante era la trompa, los cazadores con la percusión y la promesa de un disparo, el pato como un oboe. Así lo dispuso Prokofiev, y así fue este miércoles en Santander, salvo porque los títeres de Etcétera, con una estética deudora del teatro negro de Praga, apoyaron la intención de cada nota con formas aún más elocuentes: un gato fluorescente moviéndose al ritmo del clarinete; dos violines, viola, chelo y contrabajo silbando la melodía de Pedro, y el abuelo, el cabreo del abuelo... ¿alguien podría imaginarse que un fagot fuera capaz de arrancar semejantes carcajadas?
En el texto original hay humor y muerte. Hay tensión y humillación. Hay ironía. Y todo, con instrumentos que traducen la emoción a niveles básicos. ¿Qué hay de malo en romper la rigurosidad de los ensembles, en mezclar los lenguajes y convertirlos en una refrescante golosina que brilla en el telón negro de fondo? El concierto no sonó seguido porque la narradora traducía los sucesos; no había silencio en la sala, porque la sala y sus gritos se hicieron parte del cuento, sin embargo, en este momento de excesos digitales y canales de Youtube a la carta, el montaje evidenció que el vínculo musical aún es posible sin forzarlo. Sólo hay que mostrar, abrir la puerta, y el acierto del FIS está en saber verlo y programarlo, y no sólo en nombre de ese loable intento de generar más públicos, sino en apostar por montajes que trasciendan la épica elegancia de la música clásica, en colorear los sonidos del viento o el metal y volverlos familiares como para que los niños los lleguen a extrañar cuando no suenen. Si eso les llega a pasar, piensen entonces en la viñeta: hay asientos para todos en el Palacio.
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