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Javier Menéndez Llamazares
Jueves, 17 de agosto 2017, 07:21
Al visitar la exposición de Carsten Höller en el Centro Botín en Santander, ¿quién no ha fantaseado con poder pasar la noche en la cama ascensor? Integrarse en la colección, convertirse de algún modo en una obra de arte o contemplar desde un ángulo único la Bahía, el edificio de Renzo Piano o las piezas de Höller pueden existir múltiples motivaciones, pero el objetivo anhelado siempre es el mismo: convertirse en el ocupante de esa curiosa cama redonda, capaz de elevarse a tres metros del suelo. Fusionar un sueño literal con otro metafórico. Entrar dentro del arte, aunque sea por una noche.
Ése fue, de inmediato, el sueño de Celia. Tras visitar la exposición, con toda la candidez de sus siete años le dijo muy seria a sus padres: «Algún día, yo dormiré en esa cama». Se refería, por supuesto, a la pieza que más ha llamado la atención en la exposición inaugural, esa cama redonda diseñada por el alemán que no sólo aporta una perspectiva singular, sino que además está concebida para alojar huéspedes, como si fuera la suite de un hotel. Solo que encima del mar y dentro de un centro artístico. Demasiado para la pequeña Celia, completamente impresionada.
«Muy bien, hay que perseguir los sueños», le contestó Paula, su madre, más apegada al realismo; y es que su tienda de moda, La Folie, que acaba de despegar además en versión digital, no le deja demasiado tiempo para el arte, y mucho menos para soñar. El poco que le queda lo dedica a Celia y sus hermanos: Álvaro y Ana, de cinco y tres años.
Su marido, por el contrario, tenía otros planes. Aunque sabía que perseguía un imposible - todo reservado hasta la clausura de la de exposición en septiembre, les habían dicho en el museo-, al día siguiente se presentó a primera hora en el Hotel Real, dispuesto a reservar la Cama Ascensor a cualquier precio. Álvaro, que antes que empresario fue regatista, sabe de sobra que el triunfo hay perseguirlo, y que la fortuna sólo sonríe a los osados. Como a él, que justamente estaba en el lugar y en el momento adecuados, precisamente cuando alguien canceló de improviso una reserva. A partir de entonces, se trataría de mantener el secreto.
Claro que la sorpresa no sería para Celia, sino para Paula. Una escapada... ¿en martes? Y en una habitación de setecientos metros cuadrados. Hasta que comprobó que el viaje lo harían caminando: tan sólo cruzar los jardines de Pereda. La velada comenzaría en El Muelle, el restaurante que regenta el chef Jesús Sánchez en el mismo edificio de Piano. Exotismo y tradición, sencillez y buenos alimentos: cenarían pasta, ceviche y unas bravas, porque ya les aguardaban dentro, después del cierre al público y antes de las once y media, la hora en que se apagan las luces.
Paula y Álvaro adoran el arte, pero a diario nunca hay tiempo para disfrutarlo como se merece. En esta ocasión, tendrían toda la noche. Aunque, primero, las instrucciones: el mecanismo elevador la cama, la comunicación con el personal de seguridad si hace falta y, sobre todo, nada de calzado en la cama. Además de cómo funciona el High Psycho Tank.
Y es que la excitación no es poca: todo un museo a tu alcance, aunque el respeto y la costumbre es tan grande que nuestros protagonistas no se atrevieron a tocar ninguna de las piezas expuestas. Eso sí, de su privilegiada suite disfrutarían a sus anchas, aprovechando incluso para inmortalizar el momento con sus móviles. Sabían que Höller es un artista obsesionado con convertir a sus visitantes en la pieza clave de la obra, en obtener una reacción de cada uno de ellos y analizarla con actitud científica. No en vano, antes que artista Höller fue entomólogo y su trabajo experimental no olvida que, por mucho que nos parezcamos, por pequeños que resulte, cada ser es un universo en sí mismo. En Londres ya había ofrecido a los visitantes la oportunidad de pasar la noche en la galería Hayward, aunque en un entorno mucho menos grato, recreando las zonas de carga de un aeropuerto. En Santander, en cambio, por unos trescientos euros se puede disfrutar de todas las comodidades de un hotel de cinco estrellas.
A Paula y Álvaro les explicaron que las cámaras de vigilancia estarían apagadas, y apuraron los últimos minutos de luz haciendo su propia visita privada a la exposición, porque «nos encanta, es una exposición moderna y chula, a la altura del Centro Botín».
Luego, tardarían en dormirse, entre los nervios del momento y la emoción de sentirse integrados en «un centro que, más allá de lo espectacular del diseño, te transmite muchas sensaciones, por su estructura, su ubicación, su conexión con la bahía y la ciudad. A pesar de la controversia inicial por la ubicación, todo el mundo está encantado».
No sabemos qué soñaron, pero como Dominguín tras su encuentro con Ava Gardner, cuando abandonaron el museo lo primero que necesitaban era contarlo. «Jo, es que hemos dormido allí», se repetían, todavía un poco incrédulos. Una experiencia que recomiendan a todo el mundo, porque «es increíble, te acabas metiendo en el papel y hasta te sientes un poquito parte de la exposición». Luego, cada vez que pasan cerca del Centro, lo sienten como algo propio.
Para la única que esta historia no termina del todo bien es para la pequeña Celia: «¡Jo, qué morro!», protestó al enterarse. Pero haciendo gala de una determinación a toda prueba, volvió a conjurarse: «de mayor, yo también dormiré allí». Tal vez tenga suerte, quién sabe; tal vez el Centro Botín adquiera la pieza para su colección permanente. Huéspedes, desde luego, no iban a faltar.
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Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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