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De todas las formas de valor artístico que se podrían citar hay una admirable como pocas: la del actor que se sube a unas tablas ... y se lanza a su monólogo sin más ayuda que un telón rojo detrás y un pianista a un metro de distancia. El músico lleva el peso de algunos de los momentos más hermosos y más intensos. Pero al protagonista le sobra valentía. Porque no se enfrenta a una masa oscura allá lejos –como ocurre en los grandes escenarios– sino a unos ojos que le escrutan a centímetros y en los que, a la fuerza, leerá el aburrimiento o la devoción que está levantando. Qué papelón, por tanto, el de Javier Uriarte y qué osadía la de Rosa Casuso (su directora) por meterle ahí, en una Regina en mitad de la bahía de Santander, a contar ese pedazo de historia en la que se acaban enredando ficción y realidad. La primera transcurre en un barco y retrata a un pianista (Novecento) al que no vemos aunque acaba encarnado en Hugo Sellés ante su teclado, que se convierte en dos en un juego de espejos: es el profesional que alegra una crónica radiante y amarguísima y también se deja confundir con un protagonista al que no vemos pero al que palpamos de tan real como lo pinta Uriarte.
Quien pudiera disfrutar del espectáculo la semana pasada (unas 80 personas por travesía) sabrá de qué iba este viaje y no hay más que explicar. Para el que no, hágase a la idea de que fue una propuesta escénica en un lugar poco apropiado (parte del público se pasó casi una hora y media con el cuerpo girado) y fantásticamente elegido. Un envite con gran sabor a verano y, a la vez, con toda la fuerza de la cita que te revuelve. Quien no se expusiera a esta aventura, se la ha perdido. El cuento que cuenta un único actor es tan simple como todas las buenas amistades; dramático, como todas las buenas amistades y emocionante, como todas las buenas amistades. Él narra la suya con un pianista que nació en un buque, que nunca se bajó de él y que tomó decisiones. Como Uriarte, que ha devenido en actor en una apuesta personal que casi emula la singularidad del personaje que nos descubre. Como la de Casuso, que arriesga al elegir una embarcación como teatro y así da verdad a una narración tan inverosímil.
'Novecento, La leyenda del pianista en el océano' fue llevada al cine por Giuseppe Tornatore en 1998. 'Al Teatro Producciones' la levantó en Santander en un puñado de funciones en lo que el programa calificó de obra «única y pionera». Aunque fue más. Fue un momento para dejarse acunar por las olas y la noche. Si no conocen el texto original de Alessandro Baricco, es el momento de ir por él. Si ya lo habían leído, todavía mejor: comprobarían que Uriarte la recreó con nobleza.
'Novecento' en la bahía fue ese instante para repensar en lo poco que le hace falta al teatro para serlo (un hombre, un relato, un pianista y doce tablones en el suelo de un barco). Y sobre todo, fue una reflexión sobre el miedo y la forma de vencerlo. Qué suerte para los espectadores que a este grupo de creadores les haya salido algo tan luminoso sin haber gastado ni un solo fuego artificial.
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