Andrés Gómez parte de la cultura visual en la que nos hemos movido todos en la que la que el horizonte funciona como el referente, ... como el cero en las matemáticas; no tiene valor pero sirve para obtener resultados. A partir de esa línea «cualquier mancha puede ser un paisaje y todos son irreales». Al menos los suyos, que se dividen en dos plantas. En la primera, tonos azules y verdes se superponen en presuntas combinaciones de nubes, sombras y líneas que simulan atardeceres. La realidad es que son los reflejos de esos plásticos que cubren la hierba dando lugar a grandes rollos diseminados por los campos. Con ellos, el artista construye juegos visuales.
En la otra planta, se suceden marinas de textura granulada y definición rugosa. Son, en realidad, aceras vistas desde un plano cenital, muy cercano, que se transforman en lugares oníricos donde hay quien ha visto incluso Peña Cabarga o la Isla de Mouro. Imágenes sin editar. Un chicle, una mancha, un resto de óxido. «Son los colores naturales del plástico». Solo es preciso un le vecambio de perspectiva en la cámara fotográfica para lograr el efecto deseado. «Aprovecho la luz para crear algo más onírico».
Lo que más tiempo le lleva es la planificación, la búsqueda del momento exacto en que disparar. Quiere que el público saque conclusiones por sí mismo; «el paisaje lo crea el espectador; su memoria, sus anhelos, su idea del horizonte que le orienta, pero cada uno ve una cosa». Por eso es interesante ver la exposición solo, pero también acompañado, para compartir conclusiones.
«Siempre hago paisajes que no son reales en distitas superficies». insiste. En una emulación de las obras de Turner o Friedrich. Sobre el título de la epxosición, considera que si al decir Raros, «conseguimos que la gente no pase desapercibida y le suponga interaccionar con lo que ve, será útil». Atmçosferas individuales en torno a una mirada común.
En su caso, la interpretación será abierta, porque no cree en la parte explicativa por parte del autor.
«He sido un obrero de la fotografía toda la vida»
La educación formal y clásica de Angel Cebreco marca el resultado de sus trabajos. Al fin y al cabo, son 55 años de trayectoria, dedicando su labor a fotografía científica, arquitectónica, monumental, fotografía aérea o documental…Todas las vertientes visuales reclaman presencia en su proceso de trabajo. Pasó meses metido en la cueva de Altamira, por ejemplo. «He sido un obrero de la fotografía y solo he intentado hacerlo lo mejor posible». La responsabilidad tiene un peso determinante en su proceso de trabajo. Adecuándose, hasta el año 90, a las propuestas conceptuales que le indicaban diferentes organismos. Después ya llegó la familia como protagonista, las composiciones creativas, «una chispa de genialidad que ven otros», dice con humildad. Colgadas en las paredes del CNFoto, aprende a mirarlas de otra manera, sin buscar un rasgo común a la selección. «Ahora es facilísimo hacer fotos», dice. Antes, si se te pasaba el momento que conjugaba inspiración y condiciones «perdías la imagen». A día de hoy, «con un poco de sensibilidad, sabiendo encuadrar, cualquiera puede ser fotógrafo».
Él, retratado por sí mismo, en el Palacio de Soñanes, en los años 70, protagoniza dos de las instantáneas. También en época más reciente, con una iguana en la cabeza. «La vida en tantos años da muchas vueltas y todo es diferente. Intentas siempre hacer lo correcto, aunque sea una foto familiar. Siempre con la escuela en la cabeza, que enlaza con la escuela alemana de la nueva objetividad, con presencia de la puesta en escena que da un contexto al mismo objeto fotografiado.
«Somos parte de todo lo que hemos ido viviendo». Le gusta apostar por el juego visual. Acumula miles de instantáneas, desde la vertiente más formal hasta otras que ponen el foco del protagonismo en una langosta o un perro estirado durmiendo en una cama desecha. Y composiciones clásicas, como el casco rojo de un barco en un encuadre tradicional.
La obra de Gorka Sampedro se divide en dos partes en el espacio y también en su propia biografía. De un lado, sus trabajos como ilustrador, una labor que empezó a los 23 años y que le llevó a trabajar a ambos lados del océano. Corría el año 89. En El Mundo y en New York Times, entre otras cabeceras. Ni siquiera había departamentos de diseño. Su padre personal fue Forges. «Allí hice mis mejores trabajos».
Al otro lado, frente a la seriedad conceptual del trabajo para prensa, su creatividad con rienda suelta. Seres coloridos, con trazos casi infantiles, sonrisas de dientes afilados y ojos redondos. Con un toque de divertimento simpático. Al fin y al cabo, es parte de lo que quiere lograr; generar simpatía. «Lo más parecido a lo que haría un niño». El humor surrealista sobrevuela toda su obra con un toque de ingenuidad. «La política no me interesa», especifica. «Me gusta la parte creativa de cualquier trabajo, y cuanto más libre sea, mejor».
Ante una sociedad que va a toda prisa, reclama el reposo. Recuerda los tiempos en que no había bancos de imágenes ni buscadores. Podían dedicar hasta 3 días a crear una ilustración en medios donde la organización y planificación llegaban a dos meses vista. «Lo que más me interesa ahora mismo es que mi trabajo transmita buenas sensaciones». Como la música de fondo que anima sin que uno se dé cuenta. «La presencia del arte a tu alrededor puede ayudar a sentirte mejor».
Nunca ha buscado una línea ni un estilo definido. Dependiendo del tema, puede adecuarlo. El artista aprendió a dibujar de su tío, un marino santoñés, sordomudo, que llevaba un Popeye tatuado en el brazo. Sobre una pizarra, iba creando mundos submarinos, de los que ahora el ilustrador, tirando de memoria, saca sus primeros pasos como dibujante. Unos pasos en los que también estuvo acompañado por su padre y hermanos. Anima a los más jóvenes a dibujar aquello que les guste. A pasar el buen rato sin responder a unas expectativas.
«En la fotografía, cuanto menos se enseñe, mejor»
«Tengo la costumbre de andar mirando hacia abajo», dice Manu Fernández. Así queda patente en la selección de obras que muestra en el CNFoto y en su manera, tímida, discreta de presentar su trabajo, como si la manera de enfocar su objetivo hacia pequeños detalles a ras de suelo, fuera también la discrección de la palabra. Sus fotografías tienen múltiples protagonistas, pero todos permanecen en el anonimato. El comisario de la muestra lo define como «encuentros icónicos» De ellos, solo se ven los pies. Cruzan pasos de cebra que construye el mismo dibujo que las tiras de unas sandalias blancas, mientras que unos zapatos rojos con tachuelas asoman bajo unos pantalones blancos, como si de Elvis se tratara. Otros hacen sombra en los charcos, esbozan el otoño pisando hojas amarillas y se levantan sobre una silueta desdibujada. Abiertas a la interpretación de quien las observa como un atlas perceptivo de extrañezas y maravillas. «Siempre me han contado mis maestros de fotografía, que cuanto menos se enseñe, mejor».
La mayoría de imágenes tienen como escenario Santander, la ciudad que suele recorrer paseando, cámara en mano, a lo largo de varios años. El resultado es su modo de interpretar el mundo, el «vicio de mirar al suelo», algo «personal, pero si recibo feedback siempre es una satisfacción» y que ha dado como resultado miles de archivos. Como referencia sutil, menciona los autorretratos que realizaba Vivian Maier y la espontaneidad como método. Pasos que atrapa en el momento, sin planificación. Lo que aparece es lo ocurrente, la singularidad, la sincronicidad de sucesos sensibles al ojo que observa y los atrapa en un vistazo de fotógrafo, para asombrarse en esa gracia y memorizarlo como apunte de cuaderno de viajero.
Su mirada trasciende la propia verosimilitud y funcionalidad de la fotografía, para ser un horizonte intimista y lírico de lo metafórico. Imágenes que no son espejos, sino pensamientos, «nuevos modos de percibir la vida que nos rodea».
El viaje de Pablo López comenzó hace diez años. Fue entonces cuando tomó forma su diario visual. Hace cinco, expuso su evolución por primera vez en el CNFoto. Sobre una moqueta negra, colocó un cubo negro de apenas un metro cuadrado en el que el diario se mostraba a cada espectador de forma individual. Hoy, la moqueta negra se extiende en el suelo, pero el diario ha tomado formas superlativas. Composiciones de gran formato sobre soportes textiles, construidas con capas de diversos materiales, en las que sucesiones de pequeñas imágenes, más de 1200, cuentan historias circunscritas a espacios temporales. «Me lo iba pidiendo, contarlo casi a modo de fotograma en una búsqueda movimiento». «Trabajo con la idea de las secuencias y el movimiento». Unas de las obras se llama 'Origen' y acercándose al detalle puede descubrirse a distintos artistas locales. 'El origen fue el movimiento, la sabiduría final será la pausa', se lee. «La búsqueda de la pausa es algo propio». La obra «nunca podrás verla a la primera vez, intento poner dificultades, como en el concepto de la memoria, donde buscamos, pero no siempre encontramos».
Sobre una mesa se extiende una sucesión de pequeños marcos de madera, que albergan más madera; fotografías tratadas de árboles que terminan desapareciendo en una mancha negra. Más memoria. «Desde niño he dibujado árboles», dice. Lo micro y lo macro. Trabajo en torno a lo botánico con ilustración y estampación a partir de semillas, porque «en lo más pequeño se encierra el universo entero».
No le gusta explicar lo que hace. «Prefiero que el viaje sea personal de cada uno; yo juego a lo que quiero jugar y esto lo hago para mí, por lo que en los demás habrá diferentes lecturas». Utiliza el símil de una ventana, que otra mirada puede abrir al embarcarse en la aventura.
En una esquina cuelga su homenaje al fallecido Julio Peña del Campo. Su silueta alimenta, de nuevo el concepto de la memoria; «está pero no está», con imágenes de su vida sombreadas en tonos rojos. «Fue una clave para empezar esta serie», concluye.
«Hay caminos del arte que no me interesan porque sé a dónde van»
Cielos y jardines sería el nombre de la serie de abstractos que Jacobo Goitia ha seleccionado para Nuevos y Raros. «Pero no hay ni cielos ni jardines», explica. En realidad, tampoco una serialidad. «En el proceso vas buscando un resultado para encontrar la parte que se revela», dice el autor al que no le gusta buscar cosas sabidas, sino «pintar y encontrar». No parte de imágenes reales, sino de vivencias. Un momento que evoca tras un viaje, que llega como un recuerdo. «Esa sensación de luz, color o de sentirte bien, lo transmites luego sobre la obra». No hay muestras visuales; todo se archiva en su memoria. Su pintura es como un acto de exploración, no solo estético, sino también de alternancia a otras vías de conocimiento y realización personal.
«Trabajas con la pintura como escritura», pero no espera una lectura determinada. Tampoco como espectador; no quiero caminos cerrados. Por eso no le gusta el cine, que implica principio, nudo y desenlace. Él escucha a sus obras. La deja «reposar» y si algo no le cuadra, las deja «abandonadas» durante unos días, hasta volver a reencontrarse. Su método de trabajo está sistematizado. El formato determina el tipo de composición con el que va trabajar. «Hay caminos que no me interesan porque ya sé donde voy y otros que trabajando en paralelo o con diagonales, me llevan a sitios nuevos». Y su formato son grandes lienzos con composiciones multicolor y superposición de capas perfectamente observables sobre el lienzo, generalmente lino.
«No hay que intentar buscar una imagen, sino fijarse en las texturas». Cada obra exige su tiempo, sus márgenes y va sugiriendo lo que necesita. «Con los años aprendes a no meter la pata y saber cuándo parar; su dudas, déjalo estar». En su caso, trabajando a partir de la gestualidad y el signo.
Aunque no se parta de una idea común, por las diversas disciplinas expuestas, compartir espacio con otros creadores sirve para abrir la propia mirada y que con otras herramientas, sirve para generar aprendizaje en el espectador.
La instalación de José Antonio Sánchez es un estallido de colores vivos. Una acumulación de tonos que todas las gamas que se plasman en diferentes formatos. Pero a pesar de la multiplicidad, no hay caos; solo hay que fijarse con detenimiento para observar cómo el orden geométrico manda en la composición «Es imprescindible».. «El color y la geometría prevalecen», dice el autor. Porque su pintura es geométrica, así la define. «Es la manera de controlar el espacio».
Siempre varía la idea que tiene en la cabeza, a los bocetos iniciales, respecto al resultado final. «A medida que terminas un cuadro te surge una idea para el siguiente, es una serie que no se acaba nunca». Aspira a que esa forma de crear le identifique. Cuando encuentra un soporte que le gusta, traslada su creatividad a los volúmenes. En la selección reciente que ha hecho para la muestra, hay un muñeco infantil, un maniquí con formas voluptuosos más propias de los años 50. Dos triángulos de más de un metro de alto, que giran, se convierten en árboles con colorido follaje.
Se sale de la serie una alegoría del tiempo reciente pasado en la pandemia, con una cabeza tapada con una mascara de gas, sobre un soporte de hierro en el que se apoya una cabeza de muñeco con el lema 'No a la guerra'. Mira a un esqueleto cubierto de colores. No es el único. Se reparten por la sala cráneos de caballo, de zorro, de cabra… «Aprovecho todo». Todos pasados por su tamiz de puntos infinitos. Reconoce su interés en el fauvismo y trazos de Kandinski. «Todo basado en el color»
En la selección de retratos que muestra Esteban Cobo en el CNFoto, hay una con desenlace inesperado. Patrice Chéreau daba una rueda de prensa en la UIMP. Entró en la sala, miró alrededor y se marchó sin posar. Pero la experiencia de un veterano del fotoperiodismo como Cobo, le dio los segundos de margen necesrios para captar su mirada ladeada. Apenas dos disparos. Chéreau murió al día siguiente y esas fueron sus últimas fotos. Este ejemplo ilustra como la intuición y la prisa van asociadas a la labor de un fotógrafo de prensa. Es el sino de su método. «Primero mirar para luego poder ver», defiende. En un minuto y medio aspira a que quienes se asoman a su objetivo «establezcan un diálogo con un mínimo de complicidad, con un extraño que eres tú». El resultado se plasma en la potente mirada de Albert Boadella, Josep María Pou o Almudena Grandes. «Me han mirado a mí, pero ahora te están mirando a ti», razona. «Es importante que ellos quieran jugar», dice acostumbrado a que la importancia siempre esté frente al fotógrafo, nunca en sí mismo.
En su profesión «estás limitado porque tienes que contar una verdad, pero somos todoterrenos porque tocamos todos los temas». Pueden tomarse una mínima licencia artística, pero la veracidad manda. «Lo que has visto de los demás, lo que has ido aprendido, con los años se va cociendo dentro de ti y empieza a dar un resultado más personalista», dice el profesional que conjuga capacidad ténica y honestidad creativa.
Desde la humildad, con 35 años de experiencia en la maleta, cree que llega un momento en que «todo lo que se toca es oro» y lo explica; «es difícil que una situación te desborde, ya no metes gazapos». La velocidad forma parte de la profesión y relajar las prisas, no habría cambiado demasiado el resultado. «Si ves que se te está escapando algo, mal asunto, porque se te está escapando lo siguiente y aun no te has dado cuenta». Por mucho que todo el mundo, con un teléfono en su mano, pueda captar un momento, «no todo el mundo es fotoperiodista». En su caso, ya no hay diferencia entre persona y herramienta; todo es uno.
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