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«Muchas gracias por agotar las entradas; se ha quedado mucha gente fuera… ¡que se jodan!», dijo el cómico Juan Dávila, entre el delirio de ... su público, completamente entregado tras casi dos horas de exhibición de esa mezcla de lengua afiladísima, humor negro, teatro de provocación y sincericidio inclemente. Y es que a media tarde parecía que regalaran algo en el Palacio de Festivales, con colas que serpenteaban por la Cuesta del Gas hasta la parada de San Martín para ver en directo al humorista que arrasa en las redes y en las taquillas. Dentro, los nervios afloraban sobre las butacas, con el personal sudando tinta. Después de una entradilla de Quevedo –el rapero, no el otro–, una grabación al estilo Equipo A serviría para presentarle: «si tiene usted algún problema y se lo encuentra, quizá pueda contratarlo».
La función empezó por todo lo alto. Lo alto de la Sala Argenta, vamos, por la que fue bajando entre los más de mil quinientos espectadores cual Diógenes buscando un hombre. Solo que él, en lugar de candil, llevaba una cámara con flash, y parecía disfrutar mientras la concurrencia disimulaba. «Hoy se sale en Santander», había amenazado el cómico, así que los que no querían que les sacara trataban de que no les oliese el miedo. Pero también los que querían salir, porque si les descubre, se quedan sin premio, así que todos ponían cara de póquer. Aún así, acabó encontrando víctimas: un señor que sabía lo que era el Lexatin, y dos mellizas y el novio de una de ellas. Entre tanto, Dávila iría hilvanando una alegoría sobre el pecado, hablando de siete enanitos que crecían en su interior desde la infancia, aunque el público estaba más a otra cosa. En concreto, al jolgorio sobre el escenario, con el trasiego de invitados, lectura de mensajes, espontáneos, voluntarios forzosos y hasta un tal Tito, de Cueto, que veía mal desde arriba y acabó sobre el escenario demostrando una alegría mayormente etílica.
Dávila, como un investigador insólito, trataba de demostrar cuánto pecado anida bajo la perfecta fachada del «paseo marítimo» y del 'Santander de toda la vida', e interrogaba sin piedad en busca de cualquier conducta pecaminosa: que si tienes fantasías con la hermana de tu novia, que si tienes una familia secreta… De tanto picar, algo encontraba, y el público se mondaba tanto con sus preguntas indiscretas como con las ocurrencias nerviosas de los invitados. Y, si la cosa no se anima, siempre se puede recurrir al 'slapstick', que nunca falla: ¿qué mejor que una pelea de lucha grecorromana contra el señor del Lexatin? Se le había ocurrido comentar que otra invitada estaba algo pasada de peso, y si algo no tolera Dávila es la gordofobia…Tal vez se le fuera la mano, eso sí, calificando de pederasta a un hombre del público, pero el espectador se lo tomó deportivamente. Las quince o veinte veces que se lo llamó. Los límites entre el humor y el insulto gratuito no están demasiado claros, pero arriesgándose tanto lo mismo alguna tarde…, en fin.
El caso es que los espectadores disfrutaron de lo lindo en un espectáculo donde el motor es la improvisación, lo que surja. Se nota enseguida que se trata de un espectáculo rodado, y muy pulido, en el que el guion hace tiempo que dejó de interesar a nadie y solo mantiene un papel testimonial al inicio y para concluir ensartando a los participantes en un discurso genérico sobre los pecados capitales. Sin embargo, podía haber añadido uno, ese que los alemanes llaman 'Schadenfreude', pero que es universal: disfrutar con las desgracias ajenas. Que les pregunten, si no, a los que se quedaron fuera.
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Ana del Castillo
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