Cuadragésimo noveno día desde que se decretó el estado de alarma. Amanece despejado, parece que el sol diese la bienvenida a todos los que madrugan (ahora que tienen la autorización del Gobierno) para salir a caminar, correr o dar pedales encima de una bicicleta. El ... mundo, si tuviera conciencia, contemplaría con extrañeza cómo tantos seres que nunca lo habían hecho se levantan temprano para echarse a las calles, a los parques o a las playas.
En el lugar en el que vivo no se nota demasiado lo de que los adultos puedan salir. Nunca ha pasado mucha gente por la zona y seguimos igual. Estamos los de siempre. Ya no se acercan ni los que desinfectan las calles, que vinieron algunas veces al principio. Me llegan imágenes de la ciudad al amanecer. Allí sí hay muchas personas caminando. Los gorriones (que siempre están despiertos antes de que comience el día) si pudieran pensar es probable que, entre trino y trino, dijeran: «Qué raro, antes las personas solo se levantaban pronto para ir al atasco primero y a la oficina después». Y si los gorriones pensaran como los hombres piensan, comentarían agarraditos a los cables del tendido eléctrico: «Seguro que se han levantado pronto para escucharnos cantar a nosotros».
Mientras tanto los seres humanos, tal vez los animales menos libres de la naturaleza, salimos a la calle cuando nos lo permiten y regresamos a casa cuando nos lo ordenan. La vida social siempre ha estado regulada pero, como estábamos acostumbrados, no nos dábamos mucha cuenta. Sobre todo porque las normas, en nuestro privilegio, soplaban a nuestro favor. En la vida anterior al confinamiento ya había reglamentos y leyes que nos decían lo que podíamos hacer y lo que no.
Las normas, si se hacen bien, debieran aspirar a promover el mayor bienestar colectivo que sea posible. Renunciamos como ciudadanos a nuestra libertad a favor de una seguridad que nos da, paradójicamente, una libertad más elevada. Esa es la teoría. Por eso, toleramos que nos prohíban cosas, como ir a doscientos kilómetros por hora por la carretera. Por eso, hemos aceptado dócilmente esta vida limitada. Lo hacemos porque confiamos en que será en beneficio del bienestar común y, en consecuencia, del nuestro propio. El peligro, supongo, será que nos acostumbremos a vivir así, dando por buena una existencia cada vez menos libre a cambio de la seguridad y el bien común. Aunque lo realmente inquietante sería que nos llegasen a parecer bien unas normas que nos quitaran libertad sin cumplir con el requisito de beneficiar a la mayoría.
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