Aquella realidad, que tenía algo de permanente madrugada de domingo, ya es historia
CUADERNO DE EXCEPCIÓN-DÍA 61 ·
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CUADERNO DE EXCEPCIÓN-DÍA 61 ·
Los pájaros cantaban, al comienzo del estado de alarma, sin nada que los estorbase. Ya no. Ahora vuelven a competir con los coches. En los alrededores de mi casa la voz de los mirlos y los gorriones se entremezcla otra vez con los gruñidos ... de los motores de explosión. Es un concierto raro, como mezclar flautas y petardos.
Así es este mundo nuestro: la música y el ruido acaban componiendo una sola sinfonía. Prefiero oír el canto de los pájaros sin nada que lo enturbie. Pero no estoy en condiciones de protestar, porque también conduzco. Casi treinta mil kilómetros hice el último año. Solo he tenidos dos coches. El primero, un Peugeot 306 diesel, lo compré de segunda mano. Lo vendí trece años después con más de medio millón de kilómetros a un pasiego que pagó por él setecientos euros. El coche aquel sigue funcionando, lo he visto cargado de hierba en un puerto de montaña. Una vez incluso me detuve para verlo de cerca y acariciar su carrocería igual que si saludase a un viejo amigo. Mi pequeña furgoneta tiene ya ocho años, se acerca a los doscientos mil kilómetros y el volante, al igual que ocurre cuando se besa muchas veces a un santo, comienza a estar desgastado. El regreso de los coches a las carreteras es señal de que todo se está despertando.
Ya comienza a parecerme un sueño raro aquel silencio sepulcral de los días laborales en los momentos más férreos del confinamiento, cuando se prohibieron las actividades que no eran esenciales y no estaban permitidos los paseos. Aquella realidad, que tenía algo de permanente madrugada de domingo, ya es historia. Los vehículos han vuelto. Los coches, que unas veces detesto y otras amo, están ligados a mi infancia. La gasolina es mi magdalena de Proust. La huelo con placer siempre que puedo. Mientras otros niños jugaban, pasaba yo las horas entre vehículos averiados. Nunca se me dio bien la mecánica. Cambiaba ruedas o aceites, barría, hacía de ayudante sosteniendo la linterna. Conducía por allí, también, los coches sin tener carné y aquello era, para mí, un acontecimiento.
Pero recuerdo, sobre todo, el ritual de lavarnos las manos al terminar el trabajo. Nos juntábamos todos, con los buzos anudados a la cintura y el torso descubierto, nos enjabonábamos hasta los codos y lentamente, con una pastilla de jabón chimbo, arena y esparto, nos quitábamos la grasa de la piel mientras conversábamos. Recuerdo todo aquello cada vez que me limpio las manos de forma concienzuda tratando de eliminar cualquier rastro del coronavirus. Y pienso que la grasa, al menos, se veía.
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