Salimos así a la vida ahora, como el que anda por un puente precario
CUADERNO DE EXCEPCIÓN | DÍA 57 ·
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CUADERNO DE EXCEPCIÓN | DÍA 57 ·
Llamo a la peluquería. Me dicen que están desbordados, apuntan mi número y me devuelven la llamada después. Me dan cita para dentro de casi tres semanas: el 27 de mayo a las tres y media. Lo apunto aquí, para que no se ... me olvide, no vaya a ser que se me pase y luego ya no puedan atenderme hasta el próximo julio. Me adelantan que ya me darán las instrucciones, porque «ahora ir a cortarse el pelo ya no es como antes». Tengo curiosidad por cómo será, pero no pregunto nada. La lista de espera de la peluquería es un reflejo de tantas otras cosas, triviales y no, que quedaron suspendidas con el confinamiento. Ahora, que nos dejan volver parcialmente a la actividad, no me queda claro si tendré que hacer todo lo que no he hecho los últimos dos meses o si aquello que no pude llevar a cabo habrá caído para siempre en ese agujero negro que ha engullido tantas cosas. Conduzco hasta Santillana del Mar, tengo trabajo allí. Llueve a cántaros, como si tiraran calderos de agua sobre el parabrisas. Al llegar, escampa. Eduardo se prepara para abrir la terraza. Comenzará a trabajar mañana. Tras dos meses cerrado, limpia todo a fondo para intentar poner en marcha su negocio al ritmo que le dejan. Hablamos en la plaza mayor, sobre su suelo de piedra. Los edificios medievales nos miran como si dijeran: ay, si vosotros supierais las cosas que nosotros hemos visto.
Eduardo conversa conmigo mientras sostiene un bote de lejía en una mano. Me parece un símbolo de nuestros tiempos. Hablamos multiplicando por dos la distancia social que se recomienda. Va a ser raro eso de relacionarse así con la gente, calculando el espacio que nos separa. Temo que me resultará incómodo alejarme del que se acerca, pienso que no lo sabré hacer o que será violento algunas veces. Me parece que estamos saliendo de un estado de coma social, las constantes vitales comienzan a recuperarse y nos aventuramos a la calle como sorprendidos de tener pulso pero temerosos todavía. Salimos así a la vida ahora, como el que anda por un puente precario y teme que se venga abajo. Pero salimos. La vida sigue, menos para los que la perdieron, que son demasiados. Una cifra no cabe en la imaginación. No es posible entenderlo. Sería más fácil decir que han muerto los veinticinco mil habitantes de Piélagos, el municipio en el que vivo. Una tragedia. Pero la vida empuja y a ella, con dolor y alegría, hay que entregarse. Porque uno de los mayores honores que se puede hacer a un muerto, además de no olvidarlo, es disfrutar sin complejos del privilegio de estar vivos.
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