La escritora y periodista Marta San Miguel publica en septiembre su primera novela, un relato desde el recuerdo de un caballo que cabalga sobre la identidad, los afectos y el tiempo diluido
Identidad, maternidad, fugacidad, intimidad. Lo que fuimos, lo que quizás somos y lo que creemos que será de nosotros. El tiempo, el invisible, el inasible, el inexorable y el eternamente diluido. Todos los tiempos, que son todos y ninguno, cruzan este relato que es edificación y destrucción, reconstrucción y reparación. Desde el punto de vista del mercado es un debut literario, una ópera prima narrativa. Pero la novela 'Antes del salto' (Asteroide) ya estaba viva en la voz de su autora, la periodista y escritora Marta San Miguel (Santander, 1981), mucho antes de que el próximo 5 de septiembre alumbre los escaparates de las librerías de todo el país. Porque los recuerdos, la memoria, la vida solapada en la ficción y viceversa, la necesidad de contar ya residía en el ADN de la narradora. Imagen, metáfora, símbolo, icono, el recuerdo de un caballo –también la palabra que lo designa, define y nombra, con su ritmo y su movimiento, su coreografía– recorre las páginas de los once trayectos que configuran esta historia. Al paso, trote o galope la escritura de Marta San Miguel invita a una inmersión intimista donde afectos, memoria, renuncias, también derrotas y destellos, deslumbramientos y espejismos van (re)componiendo los fragmentos de una vida que son muchas.
Entre el detalle y el estado emocional, el objeto y la pérdida, olvido y memoria dialogan a través de esta crónica de una mudanza, tras la cual asoman la familia y los afectos, la distancia y el desarraigo, la mirada de un lugar en el mundo, una ciudad (Lisboa), la maternidad y, sobre todo, la mirada reflexiva de una narradora que se posa sobre las cosas. En 'Antes del salto' hay una poética del estar y ser, una consciente insoportable levedad de lo breve y una rutinaria existencia soportable.
En su lineal y aparente superficie la novela publicada por Libros del Asteroide, que verá la luz como una de las primeras novedades de la nueva temporada editorial, es el autorretrato de una mujer que se muda a Lisboa con su familia, y en el vuelo que los lleva a la ciudad donde van a vivir durante un año, se da cuenta de que no ha cogido una fotografía. Como un descubrimiento iniciático, lo que es anecdótico o intrascendente pasa a ser el resorte de un pretérito indefinido y de un futuro imperfecto.
La transparencia
En el umbral de este desembarco, autores como Juan Tallón, periodista y escritor, han celebrado ya el debut de Marta San Miguel, periodista curtida en la historia reciente de El Diario Montañés, ganadora del Premio José Hierro de Poesía y finalista del Premio Cosecha Eñe de Relato. «La vida es cambio, y 'Antes del salto' es un libro magnífico sobre los cambios de vida, domicilios incluidos, que afectan a los protagonistas, entre los que se cuenta un caballo. ¡Un caballo! Menudo hallazgo. Imposible calcular la fuerza y frescura que da el animal al libro, pero mucha. Es un caballo de salto, que a su vez es un caballo de Troya». El también escritor cántabro Juan Gómez Bárcena destaca cómo la autora «emprende un viaje en el espacio que acaba transformándose en un viaje en la memoria y en una indagación sobre la identidad». El resultado, a su juicio, «es una novela hermosa y honesta, plagada de pequeños asombros cotidianos, que se atreve a pintar la transparencia de la vida corriente».
En la narración subyace ese convencimiento de que la vida está llena de saltos, de cambios que nos llevan de un escenario a otro, de una decisión a otra y de que, sin embargo, con cada salto, un pedazo de nosotros se va quedando atrás. «¿Qué pasa cuando te olvidas de lo que fuiste, de lo que querías ser, qué sucede cuando el movimiento va dejando paso a una quietud obediente y rutinaria?», se pregunta Marta San Miguel. Lisboa, escenario de la novela, es a la vez un personaje fundamental porque se enfrenta a la misma pregunta: «¿Qué parte de su memoria está a salvo entre turistas y andamios, qué parte de su identidad está perdiendo al recuperar sus edificios históricos a cambio de convertirlos en pisos turísticos. ¿Todo vale con tal de seguir hacia delante?», subraya la autora.
Volver a saltar, esa mudanza a otro país de la protagonista, supone «recuperar ciertos recuerdos que estaban en el fondo de la memoria, como enterrados bajo una acumulación de decisiones y renuncias, de la exigencia del día a día».
La memoria
La periodista y narradora diferencia entre la memoria como un lugar donde nuestra identidad se mantiene reconocible y a salvo, y la nostalgia, que es una lectura del pasado filtrada por la emoción. El libro «no es un ejercicio nostálgico sino un homenaje a los vínculos que nos hicieron ser quienes somos, aunque no los tengamos presentes, aunque sean una reminiscencia que aparece y desaparece, destellos de infancia, de conversaciones, de olores, de gestos de las personas que hemos perdido. En ese sentido, creo que recordar –subraya– es una forma de reconocerse». Y el caballo que aparece en el libro es el personaje que obliga a recordar; un «caballo de Troya» porque de alguna manera se mete en la protagonista, y por tanto en el lector, «hasta hacerle saltar y reconocer en el movimiento los olvidos que acumula». Pero tras el relato, en 'Antes del salto' relinchan las palabras. Las domadas y domésticas. Las asilvestradas, salvajes e indómitas. Todas cabalgan sobre un terreno abonado por el olvido y sembrado por la memoria.
«A veces sueño que viajo con mi madre en un avión a punto de estrellarse»... El caballo de Marta San Miguel cabalga ya bajo el cielo protector de la literatura.
Antes del salto
Marta San Miguel
Editorial:Libros del Asteroide, 2022.
192 páginas.
Fecha de publicación: 5 de septiembre
AVANCE EDITORIAL, fragmento del capítulo 6
Hay un silencio incómodo cuando la casa se queda vacía por las mañanas, así que a falta de un reproductor o un altavoz para el móvil, busco en la tele canales de música. En ese zapeo compulsivo por las cadenas portuguesas, aparece de repente un caballo, en realidad aparece el sonido de un caballo caminando bajo el teletexto. El tic del pulgar se detiene sobre el mando.
Hidalgo acaba de empezar. Quito la guía de canales y en la pantalla veo a Viggo Mortensen que levanta los codos con violencia para azuzar a su caballo. Grita ¡hia, hia! y se aleja galopando lo más rápido que puede para no ver lo que deja atrás, aunque inevitablemente lo escucha: un grupo de americanos en uniforme dispara a una tribu india como la suya, en la que creció. Es un mestizo, pero ahora es un hombre blanco y su trabajo como hombre blanco es llevar a esos americanos el correo, portar avisos del ejército de un fuerte a otro, aunque sea para encerrar a los indios, para matarlos en ese salvaje Oeste. Pobre Viggo. Cobarde Viggo. Su contradicción hace que me siente.
Tengo un amigo que no ve películas en las que salen animales. Dice que son empalagosas, que siempre los presentan como si fueran buenos y usa una cita de Hitchcock para reforzar su argumento. Y es verdad, porque salvo honrosos casos como Tiburón, que fue el mejor malo de los 80, o el oso de DiCaprio en El renacido, todas interpelan a las emociones más básicas, sobre todo si salen caballos.
Es fácil dejarse interpelar por la historia de Hidalgo, un ejemplar de raza Mustang, y su dueño, Mortensen, un mestizo hijo de una india y un norteamericano, que emprende la búsqueda de su propia identidad en una carrera por el desierto contra caballos árabes de sangre pura y un botín de 100.000 dólares como premio.
Pienso también en El hombre que susurraba a los caballos, cuando tras un accidente en el que un camión arrolla a dos niñas que paseaban con sus caballos, la veterinaria llama a la madre de la que ha sobrevivido para pedirle permiso y disparar al animal moribundo. A su hija le han amputado una pierna, su mejor amiga ha muerto, y la madre, en una repentina compasión, le niega el permiso: «Haz lo que puedas, pero mantenlo con vida», le ordena a la veterinaria, y sin saber muy bien por qué, salva la vida al caballo. Cada vez que la veo, me pregunto si debería percibir esa compasión como algo cómplice, si acaso tuve yo la opción de salvar a Quessant de aquel pinchazo.
En mi televisor de alquiler, Hidalgo gana la carrera justo cuando suena la alarma del móvil con la hora de la salida del colegio. No puedo dejar de mirar el galope sobre la arena del desierto, la fuerza de los cascos, los ollares dilatados, el núcleo de la carne; cómo Mortensen acaricia su cuello, cómo se miran, veo las riendas, la obediencia mutua.
Apago la tele y bajo corriendo las escaleras y el sonido de mis pies recuerda a los tres tiempos de un caballo que galopa, patapám, patapám, patapám, la percusión sanguínea.
Parece mentira que Lisboa siga afuera. En la calle todo el mundo camina, salvo yo.
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