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Su última construcción ha sido 'Los Caprichos de Mannekind' (El Desvelo) donde 80 pantomimas interperlaban a la identidad humana. Poco antes de la pandemia dejó ... en bandeja fuera de modas su 'Elogio del Antropoceno'. Palabras e imágenes, juego y diálogo, ensayo y creación, reflexión e intercambio de lenguajes.El artista, ensayista y catedrático de dibujo de la UC, Juan M. Moro (Santander, 1960) evita etiquetas, elude polémicas baldías y nada a contracorriente en busca de preguntas que siembren caminos abonados a un género mestizo donde ensayo, arte y creación visual intercambian golpes (nunca de efecto). Cuando la revolución es personal echa mano de heterónimos como ese J. Martimore que ha firmado la última fábula del grabador.
-Se dice que hay que procurar una educación de la mirada que logre alfabetizar visualmente. ¿Suena pretencioso pero es absolutamente necesario?
-La gran paradoja es que nos encontramos en la era de los medios audiovisuales, y a la vez existe un considerable grado de analfabetización en el terreno específico de lo visual. Obviamente el sistema educativo en todos sus niveles carga con buena parte de la culpa y de la paradoja, más aún cuando se apoya y genera contenidos de fuerte carga visual. Por ejemplo, las aparentemente inocuas presentaciones digitales de diapositivas, tan al uso en el contexto docente y profesional, requieren tener conocimientos cuando menos selectivos y compositivos para elegir las imágenes según la idea precisa que se quiere transmitir. En el campo de la comunicación visual no hay elementos insignificantes.
- Su reciente aportación es 'Los Caprichos de Mannekind'. ¿Cómo define artefacto tan heterodoxo?
-Es, sin duda, un producto intuitivo que busca la originalidad a partir de la paradoja, la anacronía, el pensamiento en sus múltiples modalidades: el poético, el científico, el filosófico, el religioso, el tragicómico, el banal...El personaje que arma el libro está elegido con toda intención: se trata de un maniquí clásico de madera para el estudio de poses, una herramienta básica en todo taller de artista hasta la llegada de la fotografía, momento en que entra en progresivo abandono, hasta llegar a convertirse en uno de los objetos más kitsch, vulgares y devaluados que puede ser encontrado hoy en cualquier tienda de regalo y decoración 'de barato'. Pero frente a ese trágico final de aquel depurado prototipo mecánico y estructural del ser humano, cuyo origen está en el Renacimiento, modelo del humanismo occidental, un nuevo Mannekind es vindicado en el libro.
-De su experiencia en la docencia, ¿se atreve a decir que puede se enseñar a mirar?
-Absolutamente, pero no puede hacerse sin dos ejercicios básicos: el de la observación pausada, meditada o analítica, y el de la creación de productos visuales pertinentes u originales. De hecho, alguna de mis asignaturas se articula en ese doble eje. No es diferente, por otra parte, de lo que se requiere en cualquier disciplina científica, ya esté centrada en recursos lecto-escritores o matemáticos: un primer momento de documentación en torno al tema o al problema planteado, que en nuestro caso sería de documentación visual; y un segundo de producción creativa, que puede incluso ser meramente selectiva, a partir del material recopilado; y, por supuesto, el ejercicio experimental final con todo ello, así como con la materia o código elegido y el soporte que substanciará la imagen o la obra. Se trata de enseñar a pensar o a transmitir pensamiento mediante recursos visuales.
-En su caso, esquizofrenias aparte, ¿el artista qué le dice al ensayista?
-El artista aporta la intuición, cuyo desarrollo en la actualidad, es decir en mi particular presente madurativo, resulta ser el componente más importante. A la intuición la dejo ir, le doy plena libertad y libertinaje.
-¿Sus heterónimos se han contagiado de su inquietud, o es usted el que busca complicidad en los otros?
-Son heterónimos de baja intensidad, por así decirlo: es fácil desenredar el laberinto o la red que forman. Pero curiosamente esto mismo me ha hecho comprobar que resulta más radical o incómodo para algunas personas. El sistema del arte y de la cultura espera y acepta que los heterónimos de un autor sean inidentificables entre sí (el célebre caso de Fernando Pessoa), pero nunca que se parezcan tanto, casi hasta el punto de la burla. En mi caso han ido surgiendo al albur de mis distintas actividades, como un juego de espejos en una atracción de feria. Aunque también pueden ser consecuencia de que pronto pude comprobar que un artista que escribe teoría no gusta especialmente, es sospechoso de malgastar su capacidad productiva en actividades que no le corresponden, tal y como me dijo a la cara un galerista, y ya no le digo a usted cómo les suena a determinados monopolistas de la teoría del arte.
-¿En el presente se ha acentuado ese distanciamiento e incomunicación entre artista y sociedad y se ha banalizado mediante destellos de mercado?
-Ese distanciamiento forma parte de la posición enajenada atribuida preceptivamente al artista contemporáneo y sus rituales asociados de paso y de estatus. Dentro de todo ello, no obstante, hay orientaciones muy próximas al común, y otras que pecan tanto de extravagancia y postureo como de elitismo, independientemente del soporte en que se manifiesten. Aunque, en el mejor de los casos, considero que el arte más relevante -no necesariamente el más oneroso-de nuestros días se conocerá a medio o largo plazo. Como siempre ha sido.
-¿El arte no se ha librado, si no al contrario, de esa cadena de consumo, caducidad, fragilidad, fugacidad que envuelve todo?
-El arte contemporáneo en sus términos económicos es un producto altamente especulativo. Es perfecto: el grado de plusvalía que puede alcanzarse no es equiparable a ningún otro producto ni bien patrimonial. Después, la parte institucional del sistema, los museos y determinados circuitos de galerías, colecciones y editoriales especializadas, garantizan cuando menos a medio plazo el valor adquirido. El engranaje está bien engrasado. Dentro de esto, puede albergar otras características, las que usted nombra de hecho derivan también de su condición como objeto económico inserto en dinámicas sociales de cambio intenso, que son las que vivimos en la actualidad.
-Santander parece vivir una etapa cultural psicótica: un gran escaparate del ladrillo en perspectiva y graves déficits esenciales. ¿Qué radiografía traza del presente?
-Cruzo los dedos, dados los antecedentes. Desde la óptica de la propaganda 'ilusionante', que es el estado en el que nos encontramos, todo es muy bonito y con un gran potencial. Lamentablemente no puedo enajenarme de toda una vida como artista esperando que pase algo en tu ciudad, en tu región. Los tiempos aquí resultan ser geológicos. No me diga que el fatalismo no está servido, después de comprobar que el principal museo se quema, o que la mayor 'obra de arte' instalada actualmente en el centro de la ciudad, realizada por el gran arquitecto Renzo Piano, está envuelta en un corsé de malla que afea o neutraliza la prometida belleza iridiscente de su epidermis. Cuando vea, creeré y opinaré.
-Más de cuatro años y el MAS sigue entre cenizas. ¿Hay una culpa colectiva en esta desidia?
-Obviamente hay culpa a todos los niveles, pero sin duda unos la tienen más que otros. A mi me preocupa más el futuro, si ya se está trabajando en prepararlo o no. Si, por ejemplo, ante la oferta que muy recientemente ha hecho el director del Museo del Prado Miguel Falomir, para, y cito textualmente, «redistribuir cientos de cuadros por los museos españoles», como consecuencia del trascendente propósito de descentralización promulgado por el Ministerio de Cultura y Deporte, nuestro museo está elaborando una propuesta, ha establecido contactos, pensando en condiciones, planteando un encaje coherente con su propia colección...
-¿Cuál sería la mejor vacuna cultural?
- Sin duda alguna: la lectura en un sentido muy amplio y no sesgado; y, como dosis simultáneas: la audición musical, la interacción en vivo y en directo con obras de arte, la purga y la catarsis de la experiencia teatral...
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