El sentido de comunidad se está avivando. Para mal algunas veces, para bien
Cuadernos de excepción, día 5 ·
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Cuadernos de excepción, día 5 ·
A Budi siempre lo he tratado bien pero desde hace unos días lo cuido aún mejor. Miro, más que nunca, por su bienestar: que sus cuencos de acero inoxidable reluzcan, que no le falte el agua fresca y que la comida esté en su punto. ... Decido darle un baño con agua templada y champú. Lo hago sin las prisas habituales. El baño se convierte en un largo masaje y el perro casi se duerme de pie. Lo aclaro bien y lo seco delicadamente con una toalla. Después, nos vamos a pasear. Su pelo está esponjoso, da gusto mirarlo. Antes de que el aislamiento comenzara, el perro era una excusa para darme largos paseos por lugares solitarios sin parecer un loco. Ahora, me permite salir tres veces al día de casa, aunque sea unos minutos, sin que me sienta un infractor.
Me cruzo con una patrulla de la Guardia Civil. Me dan el alto. El agente me aclara amablemente que aunque sea una zona rural lo tengo que llevar atado. Me pide, también, que no me aleje mucho. Me disculpo, ato al perro y regreso a mi casa. Esto que nos está ocurriendo enciende los temores. Andamos por la calle inquietos, aunque cumplamos de forma estricta las normas, nos alejemos exageradamente de las personas con las que nos topamos y nos atemos mentalmente las manos para no tocar nada.
El estado de alarma nos ha colocado además en un estado vigilante y de desconfianza. Confinados en casa nos aburrimos, miramos por las ventanas, a veces sentimos envidia de los que caminan por la calle. ¿Por qué caminarán? ¡Que se queden en casa! ¡El del quinto hoy ha ido dos veces a por pan! Si sospechamos que alguien infringe la norma, lo señalamos con dureza. Por el bien colectivo. El sentido de comunidad se está avivando. Para mal algunas veces, para bien en otras muchas. Las personas que antes del confinamiento vivían aisladas en sus rutinas descubren con sorpresa, ahora que están aisladas de verdad, que el vecino existe. En una paradoja, los que salen a la calle alguna vez y los que censuran a los que salen a la calle, se asoman a las ventanas y aplauden juntos a las ocho. Ayer por la noche me encontré con un amigo que volvía a su casa después del trabajo.
Hablamos a cuatro metros de distancia un par de minutos. Parecíamos dos espías que se cruzan de forma clandestina en una ciudad alemana en los años cincuenta. Lo que era inimaginable se ha producido. A nosotros no nos va a pasar, pensábamos.
Hemos caído en nuestra fragilidad y el miedo, utilizado para frenar la propagación del virus, puede como contrapartida convertirse en un conductor de los peores instintos.
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