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'Discurso fúnebre de Pericles', de Philipp von Foltz DM
Cómo ser un sofista

Cómo ser un sofista

Las sociedades miran a Grecia en busca de filosofías. La crisis de la democracia obliga a reivindicar a sus primeros teóricos

Jueves, 2 de marzo 2023

¿Qué ser humano, si conserva su capacidad de raciocinio y su decencia, querría ser un sofista? ¿Quién se desvive por rodearse de sujetos que poseen una espantosa predilección por los sofismas? Sí, esos sofistas (y sus seguidores) existen, e incluso existen demasiado.

Pero los primeros sofistas, los que irrumpieron en Atenas en la segunda mitad del siglo V a.n.e., nada tienen que ver con los que han heredado su nombre. Si éstos merecen la risa y después el olvido, aquéllos merecen ser recordados y celebrados porque no sólo fueron grandes pensadores, sino también los primeros teóricos de la más prodigiosa invención política de los griegos: la democracia.

Las sociedades occidentales no dejan de mirar a la antigua Grecia en busca de filosofías como la estoica, la epicúrea o la cínica, que ofrecen pautas para vivir tranquilos en tiempos de zozobra. Pero cuando la crisis afecta a un proyecto colectivo como la democracia quizá deberíamos recordar a sus primeros teóricos: los sofistas.

La Acrópolis de Atenas Leovon Klenze

En aquel decisivo siglo V, Atenas se convirtió en la polis más importante del mundo helénico y vivió su época de esplendor político, económico y cultural. Pericles estaba al frente del gobierno democrático; Fidias dirigía la reconstrucción de la Acrópolis; Sócrates brujuleaba por el ágora acompañado por los jóvenes aristócratas; Tucídides daba forma a su 'Historia de la guerra del Peloponeso'; Sófocles escribía tragedias inmortales y Aristófanes comedias en las que se burlaba de todos.

El pensamiento sofístico

  • 1.- En una sociedad democrática nada debe permanecer al margen del examen y la discusión racional

  • 2.- La verdad puede ser relativa, pero los hechos no lo son. Entender esa diferencia es fundamental para combatir la posverdad, que se apoya en la indiferencia ante los hechos

  • 3.- Aquel que no aprende a ser riguroso y honesto con las ideas difícilmente puede entender los puntos de vista de los demás y ser útil a la comunidad

El fulgor ateniense también fue obra de ilustres extranjeros: la filosofía de Anaxágoras de Clazómenas influyó en Pericles y Tucídides; Hipódamo de Mileto diseñó el puerto del Pireo; Heródoto de Halicarnaso inauguró el estudio de la historia; Eurípides dio a la escena tragedias inolvidables. Pero, si tenemos en cuenta los testimonios de la época, todos esos personajes aprendieron, imitaron o polemizaron con un grupo de individuos que ha sido sistemáticamente menospreciado a lo largo de los siglos: Protágoras, Gorgias, Hipias, Pródico, Trasímaco… los sofistas. ¿Cómo no querer saber quiénes fueron esos protagonistas de uno de los momentos fundacionales de la civilización occidental?

Platón contra los sofistas

Todo aquel que aspira a saber quiénes fueron y qué actividades desarrollaron esos sofistas que, desde otras polis de la Hélade, llegaron a la democrática Atenas se encuentra con dos obstáculos. El primero es que de sus obras apenas se conservan unas pocas decenas de páginas de fragmentos y testimonios. Y el segundo, más difícil de sortear si cabe, es que la mayor parte de la información que poseemos sobre ellos depende del que fue su rival más notorio y pertinaz: Platón. Imagine que su biografía la escribe el peor de sus enemigos, espigando dichos y hechos para dejarle como un cantamañanas, y que (y ya es mala suerte) es una de las mentes más asombrosas e influyentes de la historia de la humanidad. No se puede entrar en la eternidad con peor pie.

El aristócrata Platón fue más fiel a sus rivales que a sus propios maestros, y construyó su filosofía como una refutación total de la sofística y de la democracia. Su hostilidad contra los sofistas, rayana en lo patológico, es el pilar de muchos de sus diálogos, donde los caracteriza invariablemente como némesis de su maestro Sócrates (tutor asimismo de otros indesmayables antidemócratas como Jenofonte y Alcibíades). En el diálogo que en sazón tituló 'Sofista', Platón regala siete definiciones, a cuál más mortífera, de lo que es un sofista. En síntesis, aquel que busca a los jóvenes adinerados para, a cambio de unas monedas, ofrecerles no un conocimiento verdadero sino opiniones adulteradas sobre las cosas; un discutidor profesional que se dedica a crear contradicciones basadas en apariencias y no en la realidad. Y puesto que la filosofía es la búsqueda desinteresada del saber y la verdad, el sofista es un enemigo de la filosofía, un malhechor intelectual.

Quiénes fueron los sofistas

Según su acepción más antigua un sofista era un hombre sabio o culto, alguien que poseía un saber y lo transmitía de algún modo: sofistas eran los adivinos, los poetas, los músicos o los filósofos. Pero a mediados del siglo V la definición se hizo más técnica y se restringió para designar a alguien que instruye en cuestiones intelectuales y éticas a cambio de una paga. Y el primero que se presentó con ese título fue Protágoras, el más prestigioso de todos ellos (incluso Platón le dedica algún elogio). Los sofistas fueron los primeros maestros profesionales de la historia de Occidente.

  • Título Los grandes Sofistas de la Atenas de Pericles

  • Autor Jacqueline de Romilly

  • Editorial Gredos

  • Páginas 240

Pero los sofistas no formaron una escuela (no compartían doctrinas) ni un movimiento homogéneo (entre ellos hay pluralidad de tendencias, incluso opuestas). Lo que sí compartieron, además de su condición de profesionales de la enseñanza, fue una actitud crítica ante la tradición y la sociedad que se concretaba en el rechazo de cualquier dogmatismo y en la defensa del relativismo; y también la convicción ilustrada de que no hay ningún área de la realidad que deba permanecer al margen del entendimiento alcanzable por medio de la argumentación racional.

Los sofistas y la democracia

Si para malentender a los sofistas no hay más que leer a Platón o a los que se limitan a copiarle (que no son pocos), para entender su impacto es imprescindible conocer los rasgos esenciales de la democracia ateniense de la época. Los ciudadanos (es decir, los que tenían derechos políticos) ya no eran únicamente miembros de familias aristocráticas (en cuyas manos había estado el poder de forma exclusiva hasta finales del siglo VI), sino cualquier varón que fuera hijo legítimo de padres atenienses. Para mantener el igual derecho de todos los ciudadanos a participar y decidir en política, la mayor parte de los miembros de las principales instituciones (Consejo de los Quinientos, Asamblea y Tribunal del Pueblo) se seleccionaba por sorteo. Y para evitar que esos órganos fueran controlados por los únicos que disponían de tiempo libre para dejarse caer por ahí (los aristócratas), se dispuso que cualquiera que asistiera a sus reuniones tenía derecho a recibir una paga más o menos equivalente al jornal de un trabajador cualificado. Conclusión: en la segunda mitad del siglo V, cuando los sofistas comienzan a llegar a Atenas, la mayoría de la población (los pobres) ya podía participar plenamente en los órganos de gobierno de la ciudad. Sin embargo, muy pocos poseían las destrezas necesarias para destacar e influir en las asambleas.

  • Titulo El movimiento sofístico

  • Autor G.B. Keferd

  • Editorial Punto de vista

  • Páginas 332

  • Precio 22,90 euros

Aunque el sistema político era democrático, los valores dominantes seguían siendo los aristocráticos, los que supuestamente se heredan y se refuerzan con la educación: nobleza, disciplina, riqueza, competitividad. La educación en Atenas no era obligatoria y las escuelas eran privadas, aunque asequibles. La formación tradicional se extendía hasta los catorce años y se centraba en aprender a leer y escribir (en la 'Ilíada' y la 'Odisea' homéricas se ofrecían los modelos tradicionales de conducta que había que reproducir), la música (que enseñaba armonía) y la gimnasia (útil para adquirir fuerza y disciplina). No existía ninguna clase de enseñanza superior de tipo intelectual: para aprender a ser ciudadano era suficiente con observar e imitar a los hombres «virtuosos» de la ciudad: los aristócratas.

Pero para tener influencia en una polis donde las decisiones se toman en debates públicos no basta con replicar el comportamiento de los héroes homéricos, tener bíceps bien torneados o imitar a los pocos que se podían permitir ser unos haraganes. Para ser un ciudadano virtuoso en democracia es necesario aprender a dominar la palabra («un poderoso soberano», según Gorgias) y las ideas, a argumentar y a ejercitarse en el debate. Y quienes cubrieron esa demanda social y política fueron los sofistas, que ofrecieron así un modelo de educación civil radicalmente nuevo.

Los enemigos de la democracia descalificaban a los sofistas como simples maestros de retórica hábiles en el arte de hacer discursos. Pero lo que enseñaban no era meramente retórica, sino un arte del logos mucho más amplio: un arte de hablar, de razonar y, en consecuencia, de actuar. Ese arte se concretaba, por ejemplo, en el ejercicio de las antilogías: para profundizar en el dominio de un tema y en su exposición persuasiva, Protágoras proponía construir su elogio y su censura. Así se aprendía a detectar los puntos fuertes y débiles de cualquier posición, pero sobre todo a ser riguroso y honesto con las ideas y, por tanto, a entender los puntos de vista de los demás. Un ciudadano virtuoso que participa y decide políticamente en una democracia debe ser capaz de hacer eso, siempre con el objetivo de defender lo más útil para la comunidad, como prescribía Gorgias.

  • Titulo Los sofistas: testimonios y fragmentos

  • Autor José Solana Dueso

  • Editorial Alianza

  • Páginas 528

  • Precio 16,50 euros

Es indiscutible que los sofistas no educaron a las masas, pues sólo ofrecían sus servicios a quien pudiera pagarlos (y eso de cobrar por enseñar también soliviantaba a Platón, cuyo modelo de sabio era Sócrates, que vivía muellemente a expensas de sus amigotes adinerados). Pero su preocupación fundamental, organizar la sociedad democrática, cristalizó en una idea social y políticamente revolucionaria: una enseñanza intelectual puede tener una utilidad práctica: se puede aprender a ser un ciudadano virtuoso. Y si la virtud se puede enseñar y no es, entonces, fruto exclusivo de la herencia o la imitación, la movilidad social se convierte inmediatamente en algo posible. Los aristócratas que rechazaban la democracia veían con comprensible espanto que un ateniense cualquiera se pudiera convertir en un ciudadano virtuoso, talentoso en palabra, razonamiento y acción, preocupado por promover la prosperidad del conjunto y no la de unos pocos privilegiados. La aspiración de Protágoras era meridiana: en la constitución que Pericles le encargó para la colonia panhelénica de Turios propuso que la educación fuera pública y gratuita para todos los hijos de los ciudadanos. Sólo así se puede comenzar a garantizar la igualdad de oportunidades y la libertad para que todos puedan participar políticamente de forma eficaz. Y si a eso se añaden las ideas igualitaristas de Hipias, esenciales para promover la concordia y la cooperación (censuraba el esclavismo, y defendía la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, y entre griegos y bárbaros), se puede intuir con más claridad la concepción progresista de la educación y la cultura de los sofistas. Una concepción que ha perdurado, con unos cuantos eclipses parciales y totales, hasta nuestros días.

Relativismo

De forma coherente con ese proyecto pedagógico los sofistas afinaron uno de los instrumentos más importantes del pensamiento griego: la distinción entre lo que es producto de la naturaleza y lo que es fruto del acuerdo, de la convención social. Y la emplearon para analizar críticamente las diferentes culturas y sociedades y sus instituciones, leyes, costumbres, creencias, etc. Los sofistas fueron los primeros en señalar que los conocimientos y las prácticas sociales, aunque sean objetivos, no son naturales ni están basados en un patrón universal inmutable, sino que son construcciones humanas, adquiridas o impuestas en unas determinadas circunstancias.

Un ejemplo de esa convicción se encuentra en el siguiente fragmento de Protágoras: «Sobre los dioses no puedo tener la certeza de que existen ni de que no existen ni tampoco de cómo son en su forma externa. Ya que son muchos los factores que me lo impiden: la imprecisión del asunto, así como la brevedad de la vida humana». Al no poder saber con certeza nada acerca de los dioses no sólo se ponen en tela de juicio las tradiciones religiosas, sino también el fundamento sobre el que reposan innumerables preceptos morales y legales. Eso obliga a buscar un nuevo fundamento para organizar la convivencia; y los sofistas lo encontraron cuestionando el que algunos consideran el comienzo del pensamiento filosófico: la identidad entre ser y pensar que estableció Parménides.

  • Título Protágoras y el logos

  • Autor Edward Schiappa

  • Editorial Avarigani

  • Páginas 380

  • Precio 25 euros

Para los sofistas, el saber (especialmente el saber político) no se orienta a indagar sobre el ser, a buscar supuestas verdades indiscutibles sólo accesibles para unos pocos privilegiados, ya sea por la fe o por una razón que, ebria de sí misma, ha dejado de ser consciente de sus límites. El saber es propiedad de todos los hombres, y puesto que los hombres tienen opiniones diferentes, la soberanía sobre el saber debe anidar en el acuerdo entre esas opiniones, es decir, en el discurso público dominante. Y al ser pública, la opinión mayoritaria es esencialmente variable, discutible, revisable. Ahí reside el fundamento de la convivencia en democracia.

En ese marco se puede entender la célebre sentencia relativista de Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas». La verdad es relativa, pero no arbitraria: los hechos no son relativos, y no vale todo ya que hay juicios más útiles que otros. La convivencia no depende de dirimir qué son el bien o la justicia en sí, en términos absolutos (como propondrá Platón), sino de plantearse cuestiones relativas a para quién, por qué o en qué circunstancias algo es bueno o justo. Así, el relativismo sofístico ni se muestra indiferente ante los hechos, ni disuelve la exigencia de dar razones, sino que la fortalece, ni se abandona al subjetivismo, el sentimentalismo u otros síntomas de flojera mental. La convivencia no puede estar, por tanto, sometida a la tiranía de las emociones, ni basarse en la imposición de presuntas verdades incuestionables, sino en la concordia, la cooperación, la discusión y el acuerdo sobre lo que resulta provechoso para la comunidad en cada momento. Frente a Protágoras, Platón insistió en su última obra, 'Leyes', en la existencia de una verdad absoluta, universal y trascendente: «Para nosotros, el dios debería ser la medida de todas las cosas; mucho más aún que, como dicen algunos, un hombre».

La vuelta a la sofística

Hölderlin escribió en su 'Hiperión o el eremita en Grecia' que lo que hizo a los atenienses tan excelentes fue la democracia, el crecer «libres de influjos autoritarios de toda clase». Pero el entusiasmo por los antiguos griegos no debe llevarnos a pensar, de forma muy poco sofística, que los hombres de algunos lugares y épocas son mejores por naturaleza. Sin embargo, estudiar las aportaciones de los sofistas, tener presentes sus intuiciones e intenciones, puede servir de inspiración para pensar la democracia y la sociedad como construcción de lo común. Y, como escribió el profesor apócrifo Juan de Mairena, «todo parece aconsejarnos, y muy especialmente a nosotros, los españoles, la vuelta a la sofística».

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