![Afectos imperfectos, amores programados](https://s1.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/2025/02/14/PORTADA%20AMOR%20DESKTOP%20OK.png)
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La IA carece (¿aún?) de una comprensión profunda de la experiencia humana y de la capacidad de experimentar emociones. Y, sin embargo, cabe preguntarse y reflexionar sobre la identidad, el lenguaje y el lugar que la ecuación poesía, amor y conocimiento del otro tendrán en este nuevo paradigma. Los debates políticos, sociales y la disección de los sistemas de poder deben acompañarse de la necesidad de aclarar los roles de la cultura y, en particular, de la creación poética y artística ante tiempos inéditos. La autenticidad no puede replicarse.
Noelia Palacio Psicooncóloga y poeta
Cuando pienso en la expresión del amor me viene una idea muy visual de María Zambrano sobre el 'saber de las entrañas'. La vida nos es corpórea y espiritual porque el alma siente y el lenguaje del cuerpo se abre a la razón. Ya nos lo confirma la neurociencia actual: el cuerpo sabe qué necesita antes de que podamos racionalizar con palabras lo que ha percibido. El cuerpo es ese termostato que nos avisa cuando algo dentro se está desequilibrando o desordenando. Los poemas de amor que son capaces de transmitir el corazón, la voz o las entrañas han conseguido corporeizar, pasar por el cuerpo todas esas propiocepciones hasta llegar a las palabras adecuadas (si acaso las adecuadas existen). Una caricia se escribe con otra caricia, una mirada se lee con otra mirada, un cuerpo se habla con otro cuerpo.
Parece difícil imaginar que la Inteligencia Artificial pueda reproducir el lenguaje del amor. Quizá un robot pueda suplantar a un cuerpo; una voz, representar la voz del amado o amada o el diálogo de un ser querido incluso cuando ya está muerto; ChatGPT podrá llegar a crear el poema más hermoso con los detalles más exactos; una máquina, ofrecer un cuidado funcional a un enfermo o en la vejez. Pero los algoritmos no pueden sentir el dolor por la soledad o la pérdida de un ser querido porque la ausencia de ese amor es un dolor inalienable que tiene que pasar el filtro del cuerpo. Los algoritmos no saben del amor porque no han aprendido de la experiencia de amar.
Dudo que una inteligencia así pueda llegar a acariciar la mano de un moribundo con el lenguaje de amor del tacto o que unas palabras exactas consuelen la pérdida de quien ya no está. Vivir requiere expresarse, compartir las vivencias más experienciales y que nuestras relaciones dejen una huella en los demás cuando ya nada sea. La vida es la escuela para aprender a amar y ninguna máquina debería llegar a procesar 'el saber de las entrañas'.
Juan A. González Fuentes Poeta y escritor
En un año tan significativo como lo fue 1968, el escritor norteamericano Philip K. Dick se hizo una pregunta en forma de novela cuyo eco aún resuena en nuestro tiempo: «¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?». Ahora este periódico nos propone que pongamos en íntima relación tres palabras: IA, poesía y amor. Para salir del atolladero, y siguiendo la senda de Philip K. Dick, se me ocurre hacerme dos posibles preguntas: ¿es capaz de escribir poemas la IA?, ¿se recurre a la IA para escribir poemas? Las dos preguntas llevan implícita en su enunciación la palabra amor.
De repente caigo en la cuenta de que el solo hecho de plantearme estas cuestiones me sitúa fuera de mi contemporaneidad, fuera del presente. O, mejor dicho, mi presente ya no es el presente, es otro tiempo que, siendo presente, ya lo es mordido, herido por el pasado.
Recurro a Google para encontrar respuesta a mis preguntas antediluvianas. Sí, claro que la IA escribe poemas. Sí, claro que la gente recurre a ella para «generar» poemas, como si de un Cyrano de algoritmos se tratase (y sabemos cómo acabo esa historia de engaño).
Prosigo la búsqueda y encuentro páginas gratuitas en las que la IA genera textos poéticos para cumpleaños, bodas, aniversarios, graduaciones, días festivos y, por supuesto, funerales. Quedo sorprendido, y entiendo que mi sorpresa es semejante a la de un bosquimano ante el cuadro de mandos de una nave espacial. No sé por dónde continuar.
Para el hombre que soy, sobrepasado ya indefectiblemente por la corriente de su propio tiempo, las preguntas y respuestas enunciadas le traen por completo sin cuidado. La IA es capaz de «generar» artificialmente cualquier soneto enamorado, y cualquier enamorado puede recurrir a la IA para dejar su amor recogido en las formas de un poema.
Pero, ¿cuál es el sentido último de dichas operaciones artificiales?, ¿por qué utilizar la IA para expresar algo que dicha inteligencia no siente? Perdonen mi obsolescencia, pero sigo creyendo en la ceniza y el polvo enamorado… en todos los sentidos.
Ana de la Robla Poeta y escritora
Qué difíciles se presentan las vicisitudes del amor últimamente, entre querencias, consentimientos, conceptos, informes, toxicidades. Qué difícil es tratar con los meandros del deseo, propio y ajeno. Qué difícil entender los latidos de nuestro corazón, y también sus dentelladas. Recuerdo que Cortázar en 'Rayuela' –como hombre, claro– decía aquello tan hermoso de «lo que mucha gente llama amar consiste en elegir una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudieses elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te deja estaqueado en la mitad del patio… Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto».
Ahora esas elecciones amorosas rayuelinas y seguramente algo anticuadas ya casi no existen, salvo en ciertos enlaces concertados y posteriormente santificados en el papel couché. En este tiempo prevalece la deconstrucción del individuo y la incertidumbre y un ansia sin nombre a la que queremos dar rienda y no sabemos cómo. Ahí surge la Inteligencia Artificial. Ya hace años que Theodore (Joaquin Phoenix) escribía cartas de amor para otros devotos de Cupido mientras él caía rendidamente enamorado –más bien adicto—de Samantha, esa untuosa voz de sexy-thing que taladraba su cerebro convulso en un particular tecnorromanticismo nunca visto hasta entonces (hablamos de hace más de una década), y que ahora parece no solo normal, sino incluso deseable.
Cuando tienes una vida más o menos destrozada, dentro de niveles aceptables en esta nuestra sociedad caníbal, la Inteligencia Artificial puede resultar la panacea de todos nuestros delirios insoportables de seres insatisfechos y arrogantes. Si nuestra pareja no nos comprende ni nos da placer ni comparte nuestras aficiones más disparatadas, tal vez sea el momento de entablar una relación sin sinsabores, de gozoso solipsismo, con esa perfección plastificada de una nívea replicante que se retoca los labios con un rojo 'masquerade', encabalgada en la distancia cibernética de una carta sin fin: IA, mon amour.
Marcos Díez Poeta
Es difícil hablar de amor en un poema. Hay palabras que es mejor evitar, conviene acercarse a ellas dando rodeos, para no quemarse. Es fácil caer en el lugar común, en el cliché, en la cursilería. El amor, a diferencia del enamoramiento o del desamor (tan llenos de aspavientos y dramatismo), es discreto, tiene su brillo un tanto escondido. No parece gran cosa estar para otro, entregarse, respetar, cuidar. Sencillo y a la vez inexplicable. No hay palabras para explicar lo que, por ejemplo, siente un padre cuando una hija se tumba sobre él y juntos se van durmiendo tras un día de agotador.
Los poemas intentan expresarlo con un lenguaje que es siempre insuficiente. El amor tiene que ver con la voluntad y con cultivar el deseo de permanecer junto a quien ya se conoce (una pareja, un hijo, un amigo). Es una construcción diaria, no un abracadabra. Hay poemas magníficos de amor, pienso en los conmovedores poemas de Joan Margarit a su hija Joana o a su mujer, tras pasar una vida juntos. ¿La inteligencia artificial podrá escribir poemas de amor? En mi opinión no es posible. Podrá imitarlos, podrá llegar a ser técnicamente impecable y copiar los recursos estilísticos de grandes poetas. Pero es imposible que la Inteligencia Artificial escriba sobre algo que no conoce porque no lo ha experimentado.
Para poder escribir un poema de amor, la IA tendría que amar. Esto, lógicamente, es extensible a cualquier cosa. ¿Cómo va a hablar la IA del dolor o del placer o de la maternidad o del miedo? Será siempre un artificio. ¿Los lectores nos daremos cuenta de que el autor es una máquina? Quizás, cuando la imitación sea impecable, no. Pero eso no significará que la IA escriba poemas de amor, serán siempre sucedáneos. Por otra parte, los poemas que uno escribe solo uno los puede escribir. Nada ni nadie lo puede hacer en nuestro nombre. Escribir es una fuente de conocimiento y de comunicación. Si delegamos la escritura de nuestros poemas a la IA, por muchas instrucciones que le demos y por bueno que sea lo que la IA acabe generando, solo perderemos nosotros.
Silvia Prellezo Poeta
El ser humano es experto en temer aquello que es ignoto y el desarrollo de cualquier aspecto novedoso conlleva una fase inicial de desconocimiento. Es precisamente este miedo el que hace que el sector cultural observe a la inteligencia artificial con cierto recelo, pero ¿es un miedo real o infundado? Hay muchas cuestiones cuya respuesta nos demuestra que la inteligencia artificial no puede desplazar a la creación poética del ser humano. Podemos empezar por un título muy manido del movimiento ciberpunk de Phillip K. Dick, ¿sueñan los androides con ovejas eléctricas? Desde ese punto de partida existen otras muchas preguntas que nos darían una respuesta clara a si la inteligencia artificial puede acabar afectando a la creación poética. Son muchos factores cognitivos, emocionales y físicos los que marcan la diferencia.
La capacidad creativa que da forma a un poema de amor, en su esencia, no puede desvincularse de la comprensión, el dolor, la pasión, el duelo, el consuelo y, sobre todo, ¿cómo desvinculamos el poema de la piel que se eriza?. Por supuesto que llegaremos a ver libros escritos por la inteligencia artificial y tendrán su lugar en el mercado; veremos también a personas aferradas al consuelo de un asistente virtual, pero siempre seremos capaces de distinguir el poema escrito desde el profundo impulso del poeta enamorado ya que el lector de poesía amatoria busca en ella verse reflejado en un espejo emocional.
Este tipo de transformaciones no son nuevas. Pongámonos metafóricos: la automatización hizo que los faros fueran perdiendo a sus fareros y la geolocalización dejó a oscuras a los marinos, pero la eternidad mayestática de estas construcciones jamás abandonará al nostálgico enamorado del mar. Y es que, como dice Jacobo Bergareche en su novela Los días perfectos, «los amantes están unidos hasta que el miedo, la culpa, la cordura, la amenaza o la conveniencia los separe…», y no verán nuestros ojos una herramienta tecnológica que pueda salvarnos del final del amor.
Javier Menéndez Llamazares Escritor y crítico literario
Si le preguntamos a la IA qué es el amor, nos dirá que un invento del siglo XII, cuando a los trovadores les dio por desabrocharse el corsé teocrático de la época y construir una forma diferente de sentir y estar en el mundo. Una manera de relacionarse, que llamaron 'amor cortés'.
¿Acaso eso quiere decir que antes no existía ese sentimiento? ¿Que lo que Julio César y Marco Antonio sintieron por Cleopatra era cualquier otra cosa? No, más bien lo que significa es que el amor muta, se transforma, se adapta a los tiempos.
Por ejemplo, hasta hace nada lo que todos entendíamos por amor era el amor romántico. Que no es exactamente el que rellena cientos y cientos de páginas en las novelas románticas, sino el que los exaltados jóvenes del romanticismo entronizaron como sentido final y casi único de la vida. Pero claro, antes, mucho antes, el amor ya era toda una preocupación, incluso religiosa: «Si me falta el amor, no soy nada», escribió San Pablo. Y mil quinientos años más tarde, San Juan de la Cruz esclarecía el misterio utilizando la metáfora que más podía conmover a sus coetáneos: el alma es la amada, Dios el amado. Poco más hace falta explicar.
Hoy día, sin embargo, el mundo es unos días líquido, y otros casi gaseoso, de manera que el amor se adapta al molde que lo contiene, con el peligro evidente de que cualquier inclemencia meteorológica lo derrame. Y los nuevos términos caen en cascadas tan rápidas–poliamor, sologamia, relaciones tóxicas– que se vuelven obsoletos mucho antes de que podamos asimilar los conceptos.
Si hace una década nos asombrábamos de que Joaquin Phoenix se pudiera enamorar de una computadora, hoy hay quien se casa con un holograma. Sin embargo, no nos dejemos engañar por simulacros. El hiperespacio sigue siendo virtual, y la vida todavía es analógica. Corpórea. Y con más carne que hueso. Y el amor… el amor sigue moviendo el mundo. O, al menos, esa pequeña porción del mundo a la que llamamos «casa», y que en realidad es lo único que importa.
Ilustraciones: David Vázquez Mata / Adobe Stock
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Martin Ruiz Egaña y Javier Bienzobas (gráficos)
David S. Olabarri y Lidia Carvajal
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