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La pasión por la cultura japonesa de Mª Ángeles Robles (Cádiz, 1965) viene de antiguo, cuando aún no se había desatado la contagiosa fiebre por el haiku y la iconografía japonesa alimentaba solo el gusto de unos pocos exquisitos, suscitada por la lectura de Lafcadio Hearn. Esa pasión ha propiciado que su interés no se quede solo en lo más superficial, en una mera imitación de patrones estéticos y costumbristas, sino todo lo contrario, como indica el título del libro, 'Paisaje interior', se ha convertido en parte sustancial de su intimidad, de su manera de ver el mundo, algo que ya quedó patente en la creación de su blog, 'El Japón de los libros' y en su anterior libro, 'Una senda en la penumbra. (Hacia el corazón de Japón)' (2014), un viaje imaginario a través de los personajes más influyentes de la literatura japonesa.
En 'Paisaje interior' ―Unamuno, uno de los primeros escritores en valorar la contemplación paisajista no solo por su aspecto estético sino relacionándolo con su impronta cultural, los llamó 'paisajes del alma'― está integrado por poemas en prosa ―los más habituales― y por haikus y tankas ... de estructura perfecta. Comienza el libro con el poema titulado 'Haru' ―una mujer con el mismo nombre protagoniza la novela homónima de Flavia Company publicada en 2016―, un extenso poema quizá trasunto de la autora que tras la amanecida se pregunta: «¿No hay lugar para ti en ese mundo sin nombre? No ha borrado la aurora los últimos vestigios de un sueño en el que eras color palpitante encendiendo la bruma. Ahí estás, esperando confundirte con lo único que importa». La contemplación de la belleza se ve eclipsada por su fugacidad: «No esperes a que el púrpura, el azul, el violeta sobrevivan al día», escribe en el poema siguiente
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'Aware', un término que hace hincapié en lo efímero de la belleza y en la nostalgia que produce en el contemplador de la naturaleza la conciencia de su pérdida, es el título del tercer poema, compuesto en tankas, la estrofa que en el aspecto formal añade al haiku dos versos heptasílabos. El inexorable paso del tiempo también hace mella en las relaciones amorosas: «De nuestra historia / sólo quedan pedazos. / Me lo recuerdan / el rumor de las olas / y mis mangas mojadas». Con un lenguaje sencillo, directo y cargado de emoción, el personaje del poema, cuando todo haya terminado, se pregunta «¿dónde quedará la desazón de estos días felices?» ―en otro poema posterior exhorta a su interlocutor a no dejarse «deslumbrar por el sol de los días felices»―. La sensación de fugacidad parece empañar no solo el recuerdo, sino el instante mismo de la dicha, acaso porque, más allá del desamor, lo único que puede sobrevivir sea el deseo: «No puede pervivir más que el deseo en este laberinto de los días […] Hay un dolor más grande que la ausencia. Está también la extrañeza de encontrarte. La flor nueva de una despedida», una despedida que, por otra parte, se antoja interminable ―por más que en otro verso la califique de «breve» y en otro afirme que «no hay motivo para la belleza y suelo que regresas. Y aún no te has ido»― ya que, aunque sea de forma solapada, se confía en el regreso: «Atados a nuestros pesares, no podemos renunciar a ser brotes de nuevo». Hay una especie de ir y venir emocional en estos versos, fruto sin duda de las contradicciones que afecta a los sentimientos, que reinciden en «La elocuente sinrazón de mis palabras», palabras que reflejan fielmente los estados del alma, el vaivén de sensaciones que producen los sentimientos encontrados, la constancia de que nada permanece (el «panta rhey» heraclitiano), pero aún así, debemos aferrarnos al presente y hacer de cada día una celebración: «Que el calor de nuestros cuerpos engañe al mundo para que todos los días sean Tanabata», escribe. Vuele a aparecer el deseo como pócima que eterniza el instante: «Estás dentro de mí. Aunque apenas dure un instante, lo has entendido», un deseo que se asume como el centro de esta historia y que se fusiona con la naturaleza y sus ciclos estacionales, escenario perfecto para recrear su incertidumbre, sus fluctuaciones: «Escucho enternecida una historia de amor como la nuestra, que como la nuestra acaba siempre en despedida». La historia de la literatura está plagada de amores desgraciados, de historias que no pudieron llegar a concluirse por condicionamientos de todo tipo, pero pocas veces están descritos con tanta sutilidad como en estos poemas de Mª Ángeles Robles. Como dice la autora, sobran las palabras: «El recuerdo cubrirá la herida abierta con signos extraños que descifrar a solas. La nostalgia, un trazo tembloroso hacia la nada».
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