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Marc González
Plazuela de Pombo

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De niño, en el colegio de los Escolapios, era un suspenso viviente con una única habilidad, la de escribir redacciones. Así que empecé a colaborar con la revista del centro

Álvaro Pombo

Santander

Viernes, 22 de noviembre 2024, 09:15

Esta generosa propuesta de escribir una serie de artículos para El Diario Montañés que me hace Íñigo Noriega tiene, curiosamente, en mi conciencia, el mismo punto emocionante y terrorífico que tuvo hace mil años en mi juventud con los Padres Escolapios del colegio San José de Santander escribir para la revista 'Colegio'. El héroe literario en aquel tiempo era Alfonso Peña Cardona, que escribía con regularidad artículos y poesías para la revista y que solía intervenir en las celebraciones en el salón de actos con discursos de variado pelaje. Yo envidiaba y admiraba a Alfonso Peña Cardona, el primer escritor de mi vida que escribía a mano sus artículos en el pupitre del estudio justo junto al mío, separados por un pasillo por donde se paseaban ensotanados y pasiegos los padres del colegio. Eran pedagogos excelentes, con una cierta rudeza montañesa del valle del Pas. La revista 'Colegio' era mensual. La llevaban el P. Manuel Sedano, Apolo, que daba literatura, y el P. Constantino, que daba francés y dibujo artístico, creo recordar. Recuerdo que yo calcaba las láminas del dibujo artístico en los cristales de mi casa incapaz de copiar directamente la lámina que se nos proponía. A diferencia de Juan Víctor Navarro Baldeweg que era ya pintor y arquitecto y solemne a los quince años. Todo matrículas y sobresalientes y así ha seguido hasta la fecha. Yo era en cambio todo ganas de escribir y suspensos. A decir verdad yo era un suspenso viviente con esa única habilidad copiada de Peña Cardona, la habilidad de escribir las redacciones. Recuerdo la primera redacción que escribimos todos en la clase del P. Manuel Sedano: era octubre, era un otoño magnífico, a través de los cristales de las clases de atrás se veían las casas del Alta y el momentáneamente bienhumorado cielo santanderino de aquel día. El P. Manuel Sedano, a los dos días, comentó las redacciones y leyó en voz alta la mía, entre todas ellas.

Ahí empezó todo. Empecé a escribir artículos y llegué a colaborar hasta con seis piezas a finales de mayo y cinco suspensos también primaverales. Falsifiqué las notas en el boletín del colegio de los padres Escolapios y entré en el verano castellano y soberbio de La Dehesilla ocultando el secreto de mi falsificación con la esperanza de no ser descubierto. Así que hicimos a mediados de julio, creo, un viaje a Madrid a visitar a la abuela Anita y Pablo Olivera que tenían una tienda de antigüedades en Claudio Coello, 'Tebas'. Era un viaje de un día, se salía temprano por la mañana y se llegaba tarde por la noche a casa. Yo me quedé dormido y no pude madrugar, como hacía siempre, para adelantarme al carro del señor Benito Vélez, el jefe de los albañiles, que traía el periódico y la correspondencia. Y esta vez la temida correspondencia fue el padre rector diciendo que no entendía cómo yo no había acudido a los cursillos de verano para los alumnos suspensos. Todo un horror. Así que me avisaron a mi habitación y anduve por el larguísimo pasillo de nuestra casa desde mi cuarto que estaba en una punta hasta el de mis padres, que estaba en la otra. Lo único que mi madre dijo, a título de bronca, fue «lo único que nos duele es tu falta de confianza en nosotros». Eso era verdad. En aquellos tiempos yo veía poco a mis padres, que viajaban dos veces al mes de Palencia a Santander para ver los partidos del Racing. No tenía disculpas. Uno no se disculpaba en aquel entonces. Y era impresentable declarar que, a cambio de no pegar sello en los estudios del bachillerato, escribía maravillosos artículos, hasta seis en el mismo número a lo largo de todo aquel año. No hay perdón de Dios, pensaba yo. No lo había. Así que me cambiaron de colegio para estar más cerca de La Dehesilla y de mis padres y fui interno al colegio San José de los jesuitas de Valladolid, mi gran momento. Ahora era un escritor prohibido y exilado con novísimos amigos y fascinantes padres jesuitas, José María Cagigal especialmente, en el precioso colegio de Valladolid que aún existe. Nuestro dormitorio daba al patio de columnas.

El lector santanderino que lea este artículo de un tirón se preguntará: «¿Y este mozo viejuno es el que vamos a tener ahora acordándose perpetuamente de su infancia? ¡Más valdrá leer el 'Marca' en vez de El Diario Montañés!». Es lo terrorífico de los artículos de periódico, que tienen que ser a la vez cortos y largos, superficiales y profundos, incisivos y tranquilizantes: artículos que yo leo a la hora del desayuno. Hace muchos años que me he vuelto un feroz devorador de periódicos.

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