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Hay personajes en la historia especialmente atractivos y sugerentes que, tanto por su trabajo como por su personalidad, rápidamente enamoran a quien los aborda. Así ocurre con Maruja Mallo, cuya actitud hacia la vida, cosmovisión y obra no dejan de asombrar.
Nacida en Viveiro en 1902, fue una mujer brillante que impresionó a la intelectualidad del Madrid de los años 20 y 30 desde que entró a estudiar en la Escuela de Bellas Artes y empezó a relacionarse con las mejores promesas de la Residencia de Estudiantes. Mucho se ha escrito sobre su intensa amistad con Dalí, Lorca y Buñuel; con Concha Méndez o Margarita Manso; con Ramón Gómez de la Serna, Miguel Hernández y Neruda, o con María Zambrano, de quien dijo que era la mujer más importante que había conocido. Cuántas aportaciones mutuas de unos a otros en la llamada Edad de Plata, una época fascinante que introdujo una modernidad trascendental en España que acabaría truncándose trágicamente con la Guerra Civil, el inicio de la Dictadura y el exilio de muchos. Con Alberti mantuvo una relación amorosa que supuso un fructífero intercambio creativo para ambos. En uno de sus altibajos, el poeta vino a la Casona de Tudanca invitado por José Mª de Cossío a poner en orden sus ideas, hasta que volvió a Madrid tras saber de un accidente acaecido a la pintora.
Toda su biografía es importante y rica, emocionante y llena de sustancia, pero resulta que su obra –que pasa por la pintura, la cerámica, los diseños de escenografías y vestuarios, los murales, los textos teóricos…– lo es más aún, por su calidad genuina, su coherencia y todo lo que es capaz de transmitir, que llega a ser infinito y renovable en cada tiempo que se analice, como sucede siempre con el buen arte.
En 1928 deslumbró a la crítica con su exposición de 'Cuadros y estampas' en los salones de la Revista de Occidente, la única realizada en la sede dirigida por Ortega y Gasset. Siempre a la última desde un enfoque propio, recogía las influencias simultaneístas, cubistas, ultraístas y futuristas; y en las famosas Verbenas la «nueva objetividad» de moda en el momento, una suerte de realismo mágico, una síntesis lúcida y crítica entre lo popular y lo más moderno, considerando que «lo popular en España es la afirmación permanente de lo nacional; es a la vez lo más universal, lo más elevado y lo más construido».
Elaboró en 'Cloacas y campanarios' un particular surrealismo –que encantó a Breton y el círculo parisino–, acercándose a la Escuela de Vallecas por las tierras baldías del extrarradio madrileño y al concepto de lo putrefacto presente en Buñuel y Dalí, plasmando una preocupación existencial por lo más oscuro que lastra al ser humano y corrompe la salud social.
Su concepto de la historia, su comprensión del pueblo, con sus necesidades culturales y educativas, le llevan a dar clases y comprometerse con las Misiones pedagógicas hasta que, con el estallido de la guerra fratricida, se ve obligada a exiliarse a América, ese continente que le brindó «la alegría de vivir frente a la agonía del morir».
Con la ayuda de Gabriela Mistral, entonces en la embajada de Chile en Lisboa, logra embarcar con destino final en Argentina, llevando en su equipaje el paradigmático lienzo 'La sorpresa del trigo'. Allí desarrollará la serie 'La religión del trabajo', simbólica y contundente, dedicada a los trabajadores del mar y la tierra. Por otro lado, conecta a la perfección con las nuevas sensibilidades y culturas de ultramar, encontrando «una nueva mitología plástica» basada en la búsqueda de un metafórico orden en el cuadro. «Sin medida, que es armonía, todas las cosas son accidentales y no manifiestan ni sirven al poderío del espíritu». Así lo muestra en 'Retratos bidimensionales', que reproducen diferentes tipos étnicos, y en sus 'Naturalezas vivas', bodegones metafísicos de conchas y seres marinos que recoge a orillas de Pacífico. A esa época pertenecen también sus 'Máscaras', que la cosmopolita artista mostrará en París en 1950.
Su éxito y desenvoltura social en Argentina, Uruguay, Brasil o Nueva York, no dejaba de crecer a través de exposiciones y charlas en diferentes universidades –como atestigua la prensa y sus numerosas amistades–, a la vez que se enriquecía cultivando su eterno interés por lo popular en estos lugares y otros que conocerá en Chile, Bolivia o Perú, acercándose a las culturas indígenas y el arte aborigen.
Por el gusto de verla en acción (sus gestos y sus proclamas), de escuchar su viva conversación, pícara y mágica, vuelvo a ver las entrevistas en 'A fondo' y en 'Imprescindibles' (RTVE, 1980 y 2013), encandilada por ese talento personal, inteligente, lúcido y tierno, aunque un poco ya en otro mundo, parapetada en un personaje construido como una de sus propias máscaras. Las 20 almas que aseguraba poseer.
Maruja volvió a Madrid en 1965 para quedarse, aún con miedo a ser perseguida, sin apenas referentes de antaño, a una soledad rodeada de gente que, con diferentes intereses, la llevaba de acá para allá como un valioso fetiche. Sobre todo al llegar la democracia, es reconocida, premiada y exhibida. La obra que realizó en esos años es interesante, misteriosa y poco comprendida, superada por el personaje. Es el mundo del silencio, 'Los moradores del éter', una síntesis abstracta de su obra anterior con componentes esotéricos y cósmicos.
Maruja Mallo fue una artista deslumbrante, que luchó por ejercer su libertad –vital y creativa–, en comprometida conexión con el mundo que le tocó vivir y el propio que imaginó y desarrolló en sus obras. Ambos son para siempre legado e inspiración.
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