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En 'La bigornia. Retablo de un tiempo anterior' Mario Crespo López nos conduce a la anterioridad de su relato en medio de una brillante, hermosa intersubjetividad. Hay un yo, el narrador, que contiene un nosotros, los narradores citados y los lectores que leerán el libro. Se trata de una plaza pública, una plazuela, donde hablamos todos de todo, guiados en esta ocasión por la amable y distante voz del autor del libro. Voy a comentar algunos textos especialmente.
El primero se titula 'Estatua de don Marcelino', y va acompañado de una fotografía de esa estatua, ejecutada por Mariano Benlliure. El interés de esta estampa es que Mario Crespo habla a la estatua y le dice a don Marcelino: «Aquí vendrán otros a ofrendarte, las instituciones te harán los homenajes precisos para cumplir con una efeméride que llega inevitable y molesta. Pero acaso siga siendo, después de todo, un desconocido. A ti solo te conoce la lluvia [...] Hace más de cien años se apagó tu vida. Pero nunca has dejado de iluminar con tu palabra y tu amor la historia de los pueblos. Nunca has dejado de acompañar a quien contigo haya querido caminar por nuestro pasado» (pág. 30-31). Este texto es un sentido homenaje de un joven erudito español a nuestro viejo y, en parte, desconocido gran erudito, don Marcelino Menéndez Pelayo. Un homenaje simple y directo en un vivo diálogo del joven Mario con el blanco mármol de la historia del eximio polígrafo.
Otro ejemplo, esta vez tremendista, de la sección titulada 'Cinco sucesos verdaderos': «Se contaba por la comarca que un sermón de don José Gutiérrez, en el que había aludido a que podía ofenderse a Dios en cualquier parte, incluida la escuela, no había sentado bien al maestro Ramón Zorí, que a partir de entonces emprendió una campaña antieclesiástica en su aula de la fundación Patronato Cerro Escudero […] La campaña de don Ramón llegó al juzgado, que el día anterior al de autos le había remitido un oficio para que fuese a declarar en calidad de procesado. Ese infausto día de enero de 1926 el maestro mató al cura durante la celebración de un funeral en el interior de la iglesia de Riotuerto y después se suicidó allí mismo» (pág. 58). Es interesante observar el salto de unas estampas a otras en este relato tan bien conjuntado por Mario Crespo. Es un prodigio de habilidad periodística para los anales de la crónica negra. En estos casos no suele haber melancolía sino gran precisión y mucha hemeroteca. Lo interesante es su inscripción en el texto total.
Hablando con relación a otro personaje del libro, don Hermenegildo Gómez Corona, hermano del bisabuelo materno de Mario Crespo, no puedo resistirme a reproducir un menú hispánico cocinado en noviembre de 1925 para homenajear a un compatriota residente en La Habana, don Avelino González: «Entremeses de pavo asado, longaniza de Vich, jamón gallego y aceitunas sevillanas, continuado con pisto a la cubana, chilindrón de cordero, pollitos a la española, ensalada de espárragos y una selección de fruta variada. Se sirvió café Hacienda, tabaco y anís Udalla. El vino fue Marqués de Riscal, el champagne, Codorniú, y las aguas minerales San Francisco y La Cotorra. Amenizó la afamada orquesta del Pasaje, que ejecutó como siempre, un magnífico programa con pasodobles, valses, rapsodias y un pupurrí-mosaico de la Montaña» (pág. 74).
Una última cita autobiográfica de Mario Crespo sobre su abuelo Pisco: «Le recuerdo siempre enredado en mil empeños, desde la huerta hasta las chapuzas hogareñas. Arreglar el quicio de una puerta, corregir un tillado, cambiar unas tejas. Fabricó una cocinita para su hija Mari. Y para que su hijo Javier, aunque apenas tenía tres o cuatro años, acudiera a la escuela de Ojaiz, le hizo un bancuco para que se sentara entre los otros niños, que eran sensiblemente mayores» (pág. 94-95).
Este libro ha constituido para mí estos días una lectura deliciosa, a ratos muy entretenida, con mucha frecuencia muy melancólica, muy de la provincia de Santander, muy familiar. Entre otros motivos, porque de mi propia familia se sigue hablando también. Hay mucho Pombo en todo este retablo de un tiempo santanderino anterior. No hay costumbrismo, sin embargo. Hay un gran aliento poético, lírico, una emocionante apología de Santander, la vieja puebla, y de nuestra lluviosa y brillantísima provincia.
Ilustración: Marc González Sala
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