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Veinticinco años de carrera bien merecen una celebración por todo lo alto. Sobre todo, en un negocio como la música, de altísima mortalidad tanto figurada como literal: si no te matan los excesos, te mata el tedio. Hace falta estar hecho de una pasta muy especial para soportar un cuarto de siglo en la carretera, en los carteles, en los arrabales de una industria ingrata… en la lucha diaria por la vida, que diría Auserón.
Quique González lo sabe bien; él mismo se empeñó en marcar su propio camino, y contra viento y marea ha logrado sobrevivir fuera del mercado, al margen de las modas, sin concesiones comerciales y sin tirar nunca la toalla. Lo que no lo mató, lo hizo más fuerte. Y además, nació en el setenta y tres, lo que le valió para librarse de los peores fantasmas, los que derruyeron al rock patrio desde dentro, desde sus mismas venas.
Que Quique González era carne de nostalgia estaba cantado desde que sus primeras canciones comenzaron a sonar, allá por 1998. Y no porque con veintipocos hablase ya del tiempo perdido, de su infancia y de su primera juventud, sino porque en aquel momento, el rock en español está tocando fondo comercialmente, y los grupos independientes prefieren cantar en inglés. Y Quique, que volvía de Londres, prefiere cantar en castellano. ¿Una manera de ir contracorriente?
Si hacemos un poco de memoria, en 1998 aquel chaval parecía que iba a comerse el mundo. Apadrinado, o eso se rumoreaba, por Enrique Urquijo, este 'Soldado Universal' publicó su primer disco en una multinacional, 'Personal' empezó a sonar en las emisoras y hasta Miguel Bosé se lo llevó a su programa, 'El séptimo de caballería'.
Y, contra todo pronóstico, no pasó nada. Las discográficas, ya entonces, solo miraban el corto plazo, y el rock guitarrero de Quique no encajaba ni en las radiofórmulas ni en los gustos de un indie más inclinado al 'sonido Xixón' o al 'noise' de Los Planetas.
Tal vez no fuera el momento más oportuno, ni el género adecuado al gusto de la época, pero es que siempre ha sido difícil etiquetar a los grandes artistas. Entre el rock americano, y la canción de autor, casi haría falta inventar un nuevo género para él, con influencias que van de Dylan al mejor Lapido y su 091. Su debut, por supuesto, no arrasó en ventas, pero aquel disco tenía algo especial. Sobre todo, canciones enormes, magníficas, en las que explotaba toda la energía de la juventud y un talento inconmensurable. Basta con escuchar 'Cuando éramos reyes' para comprobar cómo todavía es capaz de conmover a cualquiera que tenga sangre en las venas, con su nostalgia del futuro y hambre generacional. Es una lástima que haya ido desapareciendo de sus conciertos.
Con el cambio de siglo, y pese al desinterés creciente de su discográfica, las canciones de Quique empezaron a circular por un medio insospechado, y no demasiado legal: las primitivas redes sociales de la época. A fuerza de intercambios 'persona a persona' se fue forjando un núcleo cada vez mayor de seguidores de un músico que decidió alejarse de la grandilocuencia de la generación anterior y refugiarse en el minimalismo y el intimismo en su siguiente entrega, 'Salitre 48' (2001), y un estilo más elaborado y personal en 'Pájaros mojados' (2002).
Hasta aquí, esta podría haber sido una historia más de otro artista que se quedó en el intento. Sin embargo, en 2003, después de mil batallas contra la industria, Quique González sorprendió a todo el mundo con un manifiesto titulado a lo Bukowski, 'Peleando a la contra', en el que anunciaba que pasaba de la industria y decidía autoeditar sus discos. Una pequeña revolución profesional a la que se unió la personal, porque se instaló en lo que él llama «el Valle», en una cabaña de Villacarriedo, en las montañas de Cantabria. Poco a poco, el madrileño se iría integrando no sólo en la montaña, sino en la región. Hace unos años, sobre las tablas de Escenario Santander, se confesó «cántabro de adopción», y no son solo palabras: en las dos últimas décadas, su figura ha pasado a ser casi parte del paisaje, a fuerza de encontrarlo en la tribuna de los Campos de Sport o en otros antros de perdición, como el mítico El Rvbicón, y hasta dedica canciones al viento sur.
Pero el valle del Pas no sería un retiro, sino un cuartel estratégico desde donde arrancaba, esta vez sí, su verdadera carrera, una de fondo que le llevaría a convertirse en héroe de la independencia, pero también a la cabeza de los carteles de los festivales más granados del país. Con dignidad y a su manera.
Pocas sorpresas se esperan para el concierto de este sábado en Escenario Santander, con el papel agotado. Por lo visto en fechas anteriores, en esta gira ha preparado dos listas. En Bilbao, por ejemplo, con dos conciertos consecutivos, el 2 de diciembre ofreció la cronológica, que arranca con 'Salitre' y repasa más o menos en orden toda su discografía, pero la noche del 3 optó por la melódica, que comienza con 'Daiquiri blues'. Ambas, sin embargo, confluyen en un final de alto voltaje, con clásicos inexcusables como 'Charo' o 'Vidas cruzadas'.
Claro que, con un repertorio tan extenso –alrededor del centenar y medio de canciones–, bien podría plantear hasta seis conciertos diferentes, estar tocando todo el fin de semana, y seguir maravillando a un público que se sabe de memoria sus canciones, y celebra especialmente los rescates de aquellas menos trilladas, como 'Y los conserjes de noche'.
Será, desde luego, una cita para fieles; su público tal vez no sea masivo pero sí incondicional. De los que nunca fallan, vamos.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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