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Cuando el personal se acabó persuadiendo generalizadamente de que el vasco-cantabrismo y el navarro-cantabrismo (su probable origen) eran insostenibles para la ciencia histórica, es decir, que ni vascos ni navarros descienden de los antiguos cántabros, se llevaba como mínimo 600 años con la ... matraca, desde las primeras historias globales del siglo XIII, como las del arzobispo Ximénez de Rada (navarro) y el obispo Lucas de Tuy (leonés). Teorías luego amplificadas en época de la imprenta por, entre otros, cronistas como Florián de Ocampo, reinando Carlos I; Esteban de Garibay, con Felipe II; y el jesuita Juan de Mariana, con Felipe III. La de Mariana (expresión suya era 'Cantabria, hoy Vizcaya') fue la historia aceptada durante dos siglos y medio, hasta que Modesto Lafuente, hijo de palentino y vizcaína, publicó a mediados del XIX la suya, donde asigna a los cántabros clásicos grosso modo la provincia de Santander. Hubo resistencias al vasco-cantabrismo, desde luego. Se mostrarían certeras: el cronista de Aragón, Jerónimo Zurita; el investigador francés de las cosas vasconas, Arnauld d'Oihenart; montañesistas como los clérigos Francisco Sota y Pedro de Cossío; y sobre todo Enrique Flórez y Manuel Risco en el XVIII. Pero no basta con acertar: te lo tienen que reconocer. Y a estos autores no se lo reconocieron hasta que los académicos decimonónicos ratificaron que la antigua Cantabria era la provincia litoral isabelina, y que los vascos nunca habían sido cántabros, por mucha tinta que hubiese derrochado Echave, Henao, Larramendi y Ozaeta. Sin embargo, atribuir una ideología historicista de tan larga duración solo a propaganda interesada o ignorancia supina sería infravalorar las propias crónicas como expresión de una cultura política.
Nadie 'decidió' difuminar el corónimo de Cantabria al oeste y subrayarlo al este. Fue algo que sucedió en la desorganización/reorganización posterior a 711, y que posiblemente el lanzamiento de un reino de Castilla a partir del siglo XI remachó. 'Cantabria' mantiene su atractivo oriental. Cuando recientemente, por influencia del nacionalismo vasco, se cambió en Álava el histórico nombre de 'Sierra de Cantabria' por 'Sierra de Toloño', las quejas ciudadanas no tardaron en aflorar. El pasado 11 de julio, las Juntas Generales de Álava aprobaron reclamar al Instituto Geográfico Nacional la restitución del nombre de Cantabria a tales montañas, que comparten alaveses meridionales y riojanos noroccidentales, restringiendo Toloño a la parte oeste del macizo. Esa 'Cantabria' es, en realidad, vestigio de un vasco-navarro-cantabrismo que Sabino Arana quiso fulminar a finales del XIX enérgicamente, para propugnar una etnicidad sin mezcla con nada español. Sí: el nacionalismo vasco es, en parte (mucha o poca, estúdiese), consecuencia de la frustración de una conciencia vasco-cantabrista que había durado seis siglos y servía de relato legitimador para orgullos provinciales y, sobre todo, ventajas forales.
Al mismo tiempo, la progresiva devolución de 'Cantabria' a la verdadera Cantabria impulsó, a través de la literatura, un sentimiento regional que desembocará más tarde en la actual comunidad autónoma. Por tanto, lo que le ocurrió al nombre 'Cantabria' en la transición a la Alta Edad Media no es baladí. Cuando Alfonso I sucedió a Favila en el trono de Cangas y abrió camino a varios mandatos de consolidación de un reino cristiano transcantábrico en los siglos VII-VIII, el antiguo ducado visigótico de su padre, 'Cantabria', se desdibujó en la zona más cercana a Oviedo y León. En cambio, se afianzó en las tierras que se prolongaban con el Ebro hacia la cuenca alta del gran río; y no mucho más allá, porque los Banu-Qasi, cristianos islamizados, dominaban la bajada hacia Zaragoza.
La ciudad de 'Cantabria' mencionada por Braulio en su biografía de San Millán era, o trasunto de la conquista de Amaya por Leovigildo, o descripción fiel de la toma de una ciudad 'Cantabria' en el cerro homónimo que se alza frente a Logroño, al otro lado del Ebro y cerca del límite navarro. Ese episodio fue representado en una tablilla de marfil del relicario de San Millán hace mil años.
Todo ello sugiere que nominalmente la Cantabria transicional empezaba a ser un espacio interior y, en proyección, sur-oriental, distinto del cuadrilátero centrado y también litoral de Estrabón o Ptolomeo.
Si los cronistas medievales dieron en llamar 'rex cantabriensis' y 'rex cantabrorum' al rey pamplonés Sancho III el Mayor, estarían recogiendo alguna tradición (aquellos autores, autoridades eclesiales, no trataban sobre reyes al tuntún). Por la otra zona, media Cantabria clásica se había convertido entonces en Asturias (de Santillana) y áreas de mucha personalidad como Liébana, Trasmiera y las villas costeras. Quizá haya que agradecer a los navarros (y riojanos, pues Sancho llevó su capital a Nájera, ya que tenía ambiciones sobre el gran occidente hasta el Pisuerga) la conservación del nombre y prestigio de lo cántabro, en unos siglos en que buena parte de la tradición romana se interrumpió, material y memorialmente. El propio fray Antonio de Guevara, natural de Treceño e intelectual renacentista de cabecera del emperador Carlos I, creía que la antigua Cantabria era Navarra. Botones de muestra aún en el XVIII: un regimiento vasco creado con el nombre de 'Cantabria' en 1715 y que duró hasta 1826, o la oración panegírica dirigida al rey Fernando VI, en el día de San Ignacio de Loyola de 1747, agradeciendo al monarca su trato a 'la nación cántabra', es decir, las tres provincias. El pulso final durará siglo y medio. Este es, sin duda, uno de los más significativos episodios regionales: el periplo del nombre a partir de la invasión norteafricana que lo puso en movimiento, al desestructurar todo el espacio institucional anterior y abrir paso a complejas recomposiciones. Si hubo que bregar durante los siglos modernos por devolver 'Cantabria' a su lugar antiguo, fue por este desplazamiento altomedieval, de impacto extraordinariamente duradero. Entre Zurita y Lafuente median cuatro siglos de corrección: como todo el tiempo de construcción y destrucción del imperio español.
Una de varias razones de la supervivencia de 'Cantabria' en esta traslación fue que no se extinguió el eco de la épica resistencia a los romanos. Quienes se reclamaban cántabros presumían de remontarse a un pueblo indómito, amante de la libertad y primigenio de España. Tal aura, inmortal por la alta literatura romana, impidió que los trastornos de la Reconquista convirtiesen el nombre en mero fósil verbal. Este fue en sí mismo otro episodio: el aura resiliente.
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