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Los escudos de Cantabria y Santander incluyen en su iconografía un episodio histórico: la intervención de la escuadra castellana en 1248 en la conquista de Sevilla. También Laredo, Avilés, Comillas y Santoña recogen en su heráldica este suceso. Y en la catedral santanderina hay algunos signos de recuerdo, como el altar al rey Fernando III. Algún día nos ocuparemos de ese acontecimiento, pero hoy vamos a otro no menos importante, pues cabe leer ese triunfo naval de los norteños en el sur como secuela de la importante alianza de finales del siglo XII y principios del XIII entre el reino anglonormando y el de Castilla, en el matrimonio de Alfonso VIII y Leonor Plantagenet, y como precuela del cambio total de alianza, en favor de la creciente Francia, a finales del XIV.
En este tiempo conmocionado por la Peste Negra, aquella Inglaterra suponía, tres siglos después de la conquista normanda de la gran isla británica, el dominio de toda la mitad occidental de Francia, es decir, su costa atlántica. A su vez, Castilla había logrado controlar en torno a 1200 todo el territorio vizcaíno y guipuzcoano, por lo que completó la promoción de villas marineras en toda la costa: no solo San Vicente, Santander, Laredo y Castro-Urdiales, sino también Fuenterrabía, Guetaria y Motrico (a las que se unía San Sebastián, aforada por el rey navarro antes).
Este impulso al litoral, complementario de la expansión meridional (Alfonso VIII es también el vencedor de las Navas de Tolosa en 1212) representó un fortalecimiento del potencial náutico cantábrico para toda clase de actividades: comerciales, corsarias, pesqueras y bélicas. El 'know-how' de sus navegantes y la creciente estructura convirtieron las improvisadas empresas como la de Bonifaz en 1248 en proyectos algo mejor planificados. A finales del siglo XIII, en 1296, los puertos cántabros, vizcaínos y Vitoria forman la Hermandad de la Marina de Castilla, o de las Marismas, con sede de reuniones en la equidistante villa de Castro-Urdiales. Durará doscientos años, hasta los Reyes Católicos. Sin su poderío, las actuales regiones cantábricas quizá no hubiesen llegado a ser lo que después fueron.
La batalla naval de La Rochela, los días 23-24 de junio de 1372, se nos presenta así como una consecuencia de aquella constelación de fuerzas que combinaron la política atlántica de Castilla, anglófila, y su posterior éxito en aguas del sur. Los barcos castellanos, con Santander como frecuente base principal, emprenden expediciones irresistibles.
Era buena noticia para sus amigos ingleses, que así tenían costa propicia desde el Canal de La Mancha hasta el Estrecho de Gibraltar.
Pero la guerra civil dinástica en Castilla tras la muerte de Alfonso XI alteró por completo la situación. En su defensa del trono, Pedro I ('el Cruel') se apoya en los ingleses, con el propio Príncipe de Gales a su lado, mientras que el pretendiente Enrique II de Trastámara lo hace en los franceses, una vez vista como insuficiente la alianza aragonesa. El éxito de Enrique (su mercenario bretón Bertrand Du Gesclin le ayuda a eliminar físicamente a Pedro en Montiel en 1369) significa una nueva geopolítica, lo que precisamente quiere el rey francés, Carlos V.
En efecto, este pretende conquistar todo el occidente litoral para Francia. Y apoderarse de la estratégica fortaleza de La Rochela (La Rochelle actual) supone partir por la mitad, con dicha cuña, el espacio continental inglés. Para esto no necesita solo fuerzas de tierra que vayan expugnando ciudades, sino también una poderosa marina que erradique a las flotas inglesas. Él no la tiene aún: necesita a la castellana.
De ahí el Tratado de Toledo de 1368: los franceses respaldan a Enrique y este dará cooperación naval contra los ingleses.
Y Carlos V la precisará también para otro proyecto ulterior: provocar la independencia del País de Gales para debilitar y amenazar a Inglaterra (aunque aquí Castilla se inhibió, quizá para su desdicha futura).
Así, el desenlace de la guerra civil castellana permitía despejar dos cuestiones geopolíticas en un solo golpe: afianzar la alianza con Francia y restaurar la hegemonía naval castellana, puesta en duda últimamente tras el ataque desde Winchelsea a la flota de Brujas en 1350. La Rochela fue el episodio 'de despeje'. La flota cantábrica, supervisada por el propio Enrique en Santander (más o menos donde hoy están Banco de España y Correos) y dirigida por un genovés, Antonio Bocanegra, destroza la flota inglesa del veinteañero ex yerno del rey, John Hastings, conde de Pembroke, capturado junto con otros nobles; todos son traídos a la ría de Becedo, y se pedirá lucrativo rescate por sus cabezas. Fue una victoria muy célebre. En Santander se acuñó una medalla con la leyenda (en latín) «Vencidos y ahuyentados los ingleses en combate naval». Poco después, otra flota cantábrica bloquea La Rochela para que Carlos la tome por tierra.
Las consecuencias fueron profundas. Se impidió la consolidación de un imperio anglo-francés y se favoreció el futuro desarrollo de un gran reino de Francia, así como de una Inglaterra más insular, también mentalmente. Castilla pudo ejercitar más su comercio de fachada atlántica y aprovechar su marina para la expansión meridional (que finalmente la llevará a América). Curiosamente, barcos normandos procedentes de La Rochela comienzan la conquista de Canarias para Castilla en 1402.
Sin embargo, la futura unión de las coronas de Castilla y Aragón enemistará al nuevo macro-reino español con Francia, sin que fuese posible contrarrestarlo con enlaces matrimoniales en Inglaterra.
El contrapeso nupcial será germánico, Habsburgo. Escribe Montesquieu en sus 'Reflexiones sobre la monarquía universal' que Europa «no es sino una nación compuesta de varias».
La batalla de La Rochela fue paradójicamente un golpe de la Hermandad cantábrica a los ingleses de cuya amistad había surgido durante el siglo XIII.
El desembarco de los ilustres prisioneros de La Rochela en los muelles santanderinos en verano de 1372 conectó nuestras villas con un gran giro en el porvenir de Europa. Y la Cantabria naval confirmó su protagonismo en la trayectoria española y cercana hegemonía marítima, en una época de definición de lo que se acabarían denominando, unas a otras, «naciones».
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