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Sapiens sapiens es una redundancia que nos habla de una especie con cierto complejo de inferioridad, que pretende compensar definiéndose con grandiosos latines duplicados. La nuestra. Y tal vez sea cierta inferioridad respecto a otros seres vivos que nos rodean. Con la excepción que supone la cultura. Por lo demás, somos frágiles y vulnerables.
Una existencia volcada hacia lo material, el dinero, la comida, el cuerpo, o, por el contrario, volcada hacia lo espiritual, mental y etéreo suele resultar limitada y pobre. Entre ambas tendencias ocurre la creación de ideas y acciones, de consciencia, de sentimientos, de curiosidad, de arte, de formas de interpretar el mundo. De creación de vida indeterminada. De cultura. De una forma de comprender el mundo que nos permite, además, modificarlo. Aunque no siempre a nuestro favor, ni a favor de la tierra que habitamos. Todo ello constituye la base de la singularidad de esta especie que no solo vive en un espacio cultural, sino que lo toma como fundamento para crear más cultura. Un sistema recursivo que se alimenta de sí mismo gracias a la aparición, o quizá sea una creación, de dos fenómenos únicos: consciencia y lenguaje. El resultado ha sido la aparición de sofisticados y complejos sistemas de significados, de vida original que conduce a nuevas formas de consciencia y existencia. Este proceso, como los antiguos vinilos, tiene cara B. Al mismo tiempo, y por iguales razones, es el lugar en el que se pueden generar violencia, egoísmo y envidia inusitados. Abandonemos la ingenuidad o el postureo y reconozcamos que la cultura limita la barbarie que tantas veces ella misma produce. Hasta ahí llega su poder. De todos los seres vivos de este planeta somos la única especie pensadora y simbólica y la única bárbara; la más interesante, la que se ha adueñado del mundo entero y al que, tal vez, esté destrozando.
Un hombre conocido como Juan, en la isla de Patmos, Grecia, escribió un libro imaginativo, bello y simbólico; tal vez con el apoyo de alguna sustancia psicoactiva, ya que de otro modo resulta casi inconcebible. A ratos es incomprensible y a ratos fascinante. Lo tituló 'Apocalipsis', que viene a significar revelación. El catolicismo lo considera un libro canónico. No se entiende bien por qué, ya que resulta bastante herético. En él se describen, entre otras muchas cosas, cuatro jinetes que simbolizan conquista, guerra, peste y muerte que recorren el mundo. También observamos jinetes en el universo de la cultura que la transitan y asolan: el igualitarismo, el localismo, el sexismo y el identitarismo.
El igualitarismo se refiere al problema de la verdad. ¿Toda verdad es igual a cualquier otra?, ¿es relativa y consensuada con el medio? Si todo fuera relativo, si todo fuera construido o dependiente de un momento sociohistórico, si todo fuera igual a todo, concluiríamos que nada tiene valor esencial. De este modo el Partenón y una pandereta serían dos similares logros de la humanidad.
El localismo se refiere a la tradición, a la ausencia de evolución, a la continuidad para que nada cambie. Su razonamiento puede resumirse en la afirmación de que «siempre lo hemos hecho así, siempre ha sido así». Es lo repetido, lo que sirve para conservar, lo que hace que nada se renueve. Lo obligatorio.
El sexismo trata de la ventaja, superioridad y derecho intrínseco que implica tener un sexo, tradicionalmente el masculino. Es la dictadura de la biología, por tanto, algo ajeno a la cultura. Machismo o hembrismo. Injusticia en todo caso.
El identitarismo trata de la búsqueda de diferencias entre grupos y personas. La lengua, el origen, el color de la piel, la historia, la clase social, los apellidos o cualquier otro elemento que permita la distinción entre ellos y nosotros. Siendo nosotros, lógicamente, los buenos y superiores.
Igualitarismo, localismo, sexismo e identitarismo constituyen los cuatro jinetes que destruyen la razón cultural, universal, abierta, curiosa y democrática de la humanidad. Todos ellos tienen hijos igualmente nocivos. De tal palo…
Del igualitarismo nace el relativismo cultural. Es el de quien afirma ante una obra de Picasso que «eso también lo pinta mi niño» o que las musulmanas están contentas con el velo o que las mutilaciones genitales forman parte de su cultura o que hay que respetar todas las ideas.
Del localismo nace el tradicionalismo. El lugar de la no reflexión, de la celebración de que todo continúe como ha sido toda la vida. Es la sinrazón de hacer lo que siempre se ha hecho porque siempre se ha hecho así. Un espacio donde la reflexión crítica no tiene cabida.
Del sexismo nace la desigualdad de derechos debido a tener o no tener estos o aquellos genitales. Tradicionalmente el sexismo ha sido machista y en la actualidad, a veces, hembrista. Origina graves problemas de violencia psicológica y física.
Del identitarismo nace el nacionalismo y todas las políticas populistas contra los otros, los ajenos, los de fuera. Es una ideología que, básicamente, afirma que soy más que tú porque soy más que tú. ¡Apoteosis del razonamiento lógico!
Del relativismo, del tradicionalismo, de la desigualdad y del nacionalismo nacen estados sentimentales que alteran el espíritu humano anclándolo en posiciones personales y sociales hechas a base de ignorancia, fanatismo, esoterismo o convicciones políticas ultras.
La cultura, a pesar de su importancia y nobleza, es producto de la debilidad, de la insatisfacción, del peligro. Surge a partir de la consciencia de fragilidad de los seres humanos. Es un resultado de ausencias y carencias. Y, sin embargo, la especie habría desaparecido sin ella. A nuestro pesar, con alguna frecuencia, dualidad compleja de todo lo humano, es también una manera en la que se expresa la agresividad y la envidia. Se atribuye a Joseph Goebbels, el ministro de propaganda nazi, la frase «Cuando oigo la palabra 'cultura', echo mano a mi pistola». En realidad, procede de una obra del escritor nacionalsocialista Hanns Johst. Sin embargo, cualquiera pudiéramos repetirla cuando vemos tantas barbaridades cometidas en su nombre.
El capitalismo ha convertido la cultura en un lujo, en un signo de distinción, aquello que nació como necesidad de nuestra especie. No debería ser un jardín cerrado hecho para exquisitos y escogidos, para élites ridículamente narcisistas. Tampoco debería estar destinada a educar, entretener o consumir. Nobles tareas para las que existen otras instituciones y procedimientos. Tampoco ha de ser una actividad masturbatoria para iniciados. Igualmente hay otros métodos para ello.
La especie humana es natural y cultural. Pero eso no significa que todo haya de ser considerado cultura. Cuando todo es cultura… nada lo es. O se trata solamente de la pedantería de quien acumula informaciones que no sabe manejar.
A pesar de los pesares, a pesar de las contradicciones, peligros y decepciones, una vida al margen de la cultura es tan solo un terreno de desarrollo vegetativo. Un patatal.
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