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Una vez que Julio César conquistó las Galias en el 51 aC, era cuestión de tiempo que Roma quisiera redondear su dominio de Hispania, amarrar el centro de Europa (Germania) y apoderarse de la mayor isla británica. Para ello, necesitaba orden ella misma. César había estado en guerra civil con Pompeyo. Esa dinámica había llevado su atención hacia Oriente: Egipto, imponiendo a Cleopatra; el Ponto (lugar del famoso 'llegué, vi, vencí'); y campañas que a su muerte estaba preparando contra los dacios (actual Rumanía) y los partos (Mesopotamia, no el servicio de Obstetricia: es un mito que naciera por 'cesárea'). Pero César fue asesinado en el 44 aC y las turbulencias guerracivilistas no acabaron hasta en que en 30 aC Octavio dio la puntilla en Egipto a Marco Antonio. En el 27 aC fue reconocido por el Senado como 'augusto' y 'príncipe'. Y una de sus primeras decisiones fue atacar a cántabros y astures para completar el control de Hispania. Cleopatra ya no estaba para protegernos indirectamente.
Augusto también expandió la periferia en Germania, pero en el año 9 dC sus legiones se estrellarán en Teutoburgo y la frontera ya quedaría mucho más a occidente: el Rhin. En cuanto a Britania, no fue conquistada hasta Claudio, sobrino-nieto de Augusto que, según una tradición aparentemente más legendaria que historiográfica, llevó incluso elefantes.
Las guerras cántabro-romanas constituyen un episodio clave de la historia de Cantabria por numerosos motivos, siendo el principal la integración del territorio en la civilización grecorromana y la estructura política de un naciente imperio que perduró. Es la explicación de por qué no hablamos gaélico 'montañés'. Como sucede a menudo por la quiebra antigua-medieval del legado literario, las fuentes flaquean. No hemos conservado ni la autobiografía de Augusto donde se refería a su campaña cántabra, ni el libro de Tito Livio donde la narraba en detalle. Quedan copias y alusiones, a veces de épocas posteriores y que suscitan interrogantes enormes e insolubles, como la identidad, en el historiador Dión Casio, del mediático 'Corocotta'.
Lo claro es que había antes de la conquista romana una región o zona de los cántabros, rodeada de las de otros pueblos distintos. Esa área se extendía más al occidente que hoy (metida en Asturias y no llegando a Castro-Urdiales por oriente) y más en el norte de la Meseta (espacios septentrionales de León, Palencia y Burgos). La 'Cantabria' de hoy responde geográficamente, encogida en la lavadora de la historia y 'orientalizada', a aquella ubicación.
Las guerras cántabras se descomponen esencialmente en dos campañas, que se han solido llamar 'de Augusto' (27-25 aC) y, tras una sublevación posterior, 'de Agripa' (19 aC). Fueron muy cruentas por el empecinamiento de unos y otros. La primera trajo a Augusto a nuestra región y fue revestida de fuerte significado político en Roma: cantada en términos épicos, su héroe se permitió cerrar las puertas del templo de Jano por haberse establecido la paz (fue un poco embarazoso que Agripa hubiera de regresar para terminar la faena seis años después).
De aquellas loas procedió la especialización cántabra de una tradición que, por lo demás, era toda ibérica, como Sagunto y Numancia mostraban: la voluntad de resistir hasta la muerte y defender la libertad colectiva. De entonces data, pues, no el hecho, pero sí la leyenda de la ferocidad e independentismo de los cántabros.
La campaña de Augusto, aunque culminó en una relevante victoria, fue para él un drama. Se le complicó, enfermó seriamente (hubo de retirarse a Tarraco) y hasta cayó un rayo sobre su litera, matando a uno de los esclavos. Supersticioso como buen romano, Augusto agradeció al padre de los dioses el detalle de no haberle fulminado en Cantabria, y construyó en Roma el templo de Júpiter Tonante. Si ese rayo le hubiese matado, habría cambiado el destino del imperio y, ¿por qué no?, de la humanidad. Así el decreto de Júpiter selló a la vez el destino de Cantabria, de Roma y, en hipótesis contrafáctica no descabellada, de la civilización mediterránea. No es pequeño episodio regional, por serlo, defectivamente, universal.
A Cantabria vino también su hijastro Tiberio, futuro sucesor, que debía de ser víctima de la sed, pues los soldados, según contó el chismoso Suetonio y recordaba hace años nuestro historiador Ramón Teja, le impusieron, llamándose 'Tiberius Claudius Nero', por sobrenombre jocoso 'Biberius Caldius Mero': 'Bebedor de Vino Caliente'. Otros decretos divinos lo favorecieron, con la muerte prematura de los hijos de Agripa, nietos de Augusto y herederos de su principado: Cayo César (falleció en el sur de Anatolia de una infección con 23 años) y Lucio César (murió con 18 años de unas fiebres en Marsella, cuando viajaba hacia Hispania). Un tercer hijo, Póstumo, fue ejecutado a la muerte de Augusto para dejar campo libre a Tiberio. ¿Celos de Juno por el templo a su marido tormentoso? ¿Maldición de los dioses cántabros? ¿Protección de Baco al fiel bebedor?
Los cántabros no tuvieron líderes prominentes, pues sus nombres nos hubieran llegado desde la antigüedad, que tanto pregonó el 'bellum cantabricum'. No hubo aquí Viriato ni Vercingétorix ni Arminio ni Carataco ni Menájem el galileo. Su arma letal era el rayo magnicida, pero falló por medio metro. Uno de los principales episodios regionales fue decisión del dios del trueno que usted puede ver en el Museo del Prado, copia del siglo I de la estatua griega (de Zeus, pues) que Augusto hizo colocar en el Capitolio agradeciendo no haber sido electrocutado en Cantabria; en la 'litera eléctrica', literalmente.
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