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Las dos plazuelas y la romántica caracola
Plazuela de Pombo

Las dos plazuelas y la romántica caracola

Tener un territorio es como tener una casa de siempre que acaba siendo una sucesión de camaranchones

Álvaro Pombo

Santander

Viernes, 3 de enero 2025, 07:23

Siempre he pensado mucho –y también he escrito bastante– acerca de Santander, mi ciudad natal. Mi gran paisaje santanderino, mi 'locus amoenus', el más profundo de todos, eran las dos plazuelas. Se llamaban la primera plazuela y la segunda plazuela, separadas entre sí por las escalerillas, desde el puerto a la iglesia de los Capuchinos. Entre las dos plazuelas estaba la Comandancia de Marina de aquella época. Así que las niñeras y misses y frauleins de los niños bien pegaban la hebra con la marinería que se asomaba por el balcón del dormitorio. Era una campechanía agradable e imagino que también muy seductora para los interesados e interesadas. Eran los tiempos del Puertochico pesquero. Ahí atracaban 'las parejas' que iban al Sardinero a pescar sardinas y volvían al caer la tarde.

Las dos plazuelas eran, juntamente con Corcho y el embarcadero en rampla de Puertochico y Pompeyo y la playuca de Los Peligros, nuestro territorio. Tener un territorio es como tener una casa de siempre que acaba siendo una sucesión de camaranchones como el mío de ahora en Madrid según la acertada descripción de Andrés Trapiello. Recorrer este territorio, que por las fiestas del Carmen y de Santiago y las regatas de traineras se convertía en un auténtico circuito olímpico, y el teatro circo Cirujeda con los dos payasos que bailoteaban en el tablado de delante entonando «¡entren, entren, pasen y vean el gran teatro circo Cirujeda!». Nosotros no entrábamos porque lo prohibía, a causa de nuestra edad e inocencia, la Acción Católica. Así que oíamos el circo sin verlo, salvo por los agujeros de las maderas y las telas. Y recuerdo que era más que suficiente verlo y no verlo de la misma manera que era más que suficiente, en la feria de las estaciones, justo al lado del monumento al Machichaco, entrar en la caseta del hombre eléctrico, rodeado de cables, volviéndose fosforescente, enrojecido y rojo vivo, proceso incandescente que nos obligaba a creer y descreer de una misma cosa al mismo tiempo. Yo he seguido así, creyendo y descreyendo a la vez en la resurrección de la carne y la vida perdurable. De esto hablaré en un próximo artículo sobre la religación según Xavier Zubiri.

En las machinas pescábamos panchos y porredanas. Yo llevaba los panchos a casa y me los freían en un sartenón negro que aún conservo y sabían deliciosos a besugo o a salmonete frito y también a cieno. Las porredanas lamigosas de ojos saltones eran más fáciles de pescar que los panchos pero resultaban incomibles. A lo largo de todo el muelle y del malecón, presididos –por decirlo así– por el Club Marítimo, centelleaban al sol las escamas de las redes que las mujeres de los pescadores recosían en el propio muelle. Olía a mar, un poco a pescado podrido, como huelen los puertos. Los raqueros se tiraban de cabeza al agua en pelotas para coger las monedas que les echaban. Nosotros, que veníamos a ser como raqueros honorarios, no nos bañábamos –por desgracia– en pelotas. Pero nos bañábamos, en cambio, en la Primera Playa, en los alrededores de 'La Caracola'. En las cestas del Sardinero nos desvestíamos para ponernos y quitarnos los trajes de baño. Mi abuelo Gonzalo, con camiseta blanca y pantalón de baño azul, fumaba hasta que justo le llegaba el agua al pecho y luego hacía la plancha. Tenía una hermosa cabeza blanca grecorromana. Y tía Anita, que me enseñó a nadar, bajaba de 'La Caracola' también con un traje de baño blanco, tupido como un vestido de baile que se ahuecaba e inflaba en el oleaje, mientras me llevaba a mí nadando a lo perro, sujeto por la barbilla. Recuerdo sus bellísimas manos, suaves, saladas por la sal marítima de la primera playa. Una vez entrenado yo, nadaba ella sola, lentamente, a la rana, yendo y viniendo frente a la playa sin adentrarse mucho en el amenazante mar Cantábrico azul marino. A la salida había la opción lujosísima de los cucuruchos de patatas fritas y percebes que solo tomábamos de vez en cuando.

Cuanta Pablo Pombo González que hacia 1840 se empieza a poner de moda el baño de ola del Sardinero y también cuenta la visita del rey Amadeo de Saboya a Santander que se alojaba en un palacete del Sardinero conocido como la casa de Pepe Pombo. El rey de la casa de Saboya era un hábil nadador y realizaba arriesgadas travesías durante su permanencia en el agua, causando la admiración de los buenos aficionados. Estos veraneos regios requieren otro artículo aparte que se titulará 'Leopoldo Rodríguez Alcalde, Polín'.

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