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Hubo que esperar mucho para que las mujeres accediesen a la Real Academia de la Lengua. La poeta Carmen Conde, una de las voces más relevantes de la Generación del 27, fue la primera. Cinco años más tarde, en 1983, accedió a un sillón la santanderina Elena Quiroga. Heredó la 'a' minúscula de Pío Baroja, el mismo que tiró por la ventana de su despacho el libro que le envió Concha Espina para que hiciese una reseña. La primera letra del abecedario. «Con la que se empieza a escribir», resaltaba ella.
Quiroga es una de las escritoras más influyentes de la generación de los años 50 y 60 junto a Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Rafael Sánchez Ferlosio o Ignacio Aldecoa, renovadores de la novela. «Creo que todos nos caracterizábamos por la sensación de incomunicación, insolidaridad y soledad. Más exactamente: falta de libertad», reconoció la escritora en una entrevista. Pero Quiroga apenas concedía entrevistas, no frecuentaba demasiado los círculos literarios, ni hacía vida social. Ella misma reconocía no haber insistido «en mantenerse en el recuerdo de los lectores». Siempre quiso que su voz se percibiese solo a través de su escritura, según ha recordado su sobrino en algunas ocasiones. Quizá por ello, su obra vanguardista e innovadora y su propio rostro haya pasado más desapercibido pese a su incuestionable talento.
La novelista había nacido en Santander el 26 de octubre de 1921, una ciudad y una –entonces– provincia con la que siempre mantuvo un vínculo estrecho y muy especial. Su padre, José Quiroga, conde de San Martín de Quiroga, era gallego y procedía de Orense, y su madre, Isabel de Abarca y Fornés era santanderina. La infancia de Elena transcurrió entre Galicia y Cantabria, donde pasaba muchas temporadas con su familia materna.
En Orense vivía junto a sus once hermanos en el Pazo Casa Gran de Viloira que posteriormente ha pasado a ser propiedad de la Xunta de Galicia. Cuando perdió a su madre Elena tenía dos años y fue educada por su abuela. Estudió entre Bilbao, Barcelona y Roma aunque nunca accedió a la universidad.
En 1942 se fue a vivir con su padre en La Coruña hasta que se casó. Allí, nombres propios de la literatura como Torrente Ballester o Dámaso Alonso frecuentaban su casa. En 1949, con 28 años publica su primera novela, 'La soledad sonora' con aroma autobiográfico.
'Viento del norte' es la segunda novela con la que Elena Quiroga ganó el Premio Nadal en 1950. El mismo año que se casa con el historiador Dalmiro de Válgoma, que ejercía como secretario de la Academia de Historia, y se trasladan a vivir a Madrid. Al parecer fue su marido quien le insistió para que mandase el manuscrito al Nadal y por un telegrama de sus cuñados se enteró de que había ganado.
Esa misma noche, ejemplo de la discreción y naturalidad de la escritora, se retiró a su dormitorio a la hora acostumbrada con la misma rutina de siempre. La obra, cuatro años más tarde, fue llevada al cine por Antonio Momplet.
En ambos textos recrea la vida en el campo de Galicia con una forma más convencional que posteriores libros en los que evolucionó hacia una narración vanguardista y experimental pionera en la literatura española. En 'La sangre' (1952) utilizó la perspectiva cinematográfica de un observador inmóvil, un árbol, para contar la historia. La novela 'Algo pasa en la calle' (1954) está narrada desde varias perspectivas, entre ellas recurre a un ejercicio de desdoblamiento de conciencia. Así, en 'La enferma' experimenta entrecruzando narraciones cronológicamente simultáneas y en 'La careta' combina diferentes planos temporales de una misma acción.
Es una de las escritoras más profundas y penetrantes de la literatura española de posguerra. Destaca por su tratamiento novelístico del tiempo y por dar preferencia a la introspección de sus personajes con una narración superada por el terreno psicológico. «El hombre de piel para adentro», decía. En sus novelas destaca además especialmente la perspectiva de la mujer.
En la década de los 50 publicó ocho novelas en diez años. Escribía durante cuatro o cinco horas al día en un estado de abstracción que no se podía perturbar. Le gustaba madrugar para escribir en su máquina Olivetti frente a una ventana desde la que se veía un huerto de limoneros y el mar, en la lejanía. Así la recuerda su sobrino, Carlos Sánchez de Boado.
El reconocido crítico literario José Luis Alborg dijo que su nombre se fue extendiendo sin ruido. Que fue una escritora «que no ha producido revuelo en proporción a su calidad». Fue una persona que disfrutó y protegió su intimidad. Alguien le dijo en una ocasión que nadie la iba a conocer sin publicidad. «Si me leen lo harán por lo que escribo, no por lo que pueda decir en la prensa», respondió.
En los años sesenta volvió a la narración más convencional con las páginas de 'Tristura', que mereció el Premio Nacional de la Crítica, una novela que iniciaba una trilogía que nunca pudo terminar tras la segunda parte: 'Escribo tu nombre'. Falleció en 1995 dejando unas pocas páginas de 'Grandes soledades'. Ella misma, desanimada tras la muerte de su marido en 1990, destruyó los borradores que tenía escritos.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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