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He visitado la casa estudio de Hernán Cortés Moreno en diversas ocasiones estos últimos años. Acompañado por Mario Crespo López fui a verle asimismo el pasado martes 25 de febrero. Iba a hacer un retrato mío con ocasión del Premio Cervantes. Habló durante tres horas e hizo quinientas fotos. Confieso que siento mucha curiosidad por ver ese retrato y confieso también que, desde que conozco a Hernán, llevo años deseando ver si me saca el parecido. Hacerse retratar, dejarse retratar o dibujar o imitar fisionómicamente de cualquier otra manera, incluida la caricatura, es una curiosidad común a mucha gente, yo supongo. ¿Y contemplar tu careto en un espejo o tu tipo bueno o malo? ¿Y contemplarte deformado en los espejos del Callejón del Gato? ¿Y el ser objeto de una deformación especular esperpéntica, como lo llama Valle-Inclán? ¿Y mostrarse orondo y culón, de colorado como el sedicente Príncipe de la Paz de Goya, eso qué? ¿Y quedar por los siglos de los siglos con el careto chaturreado como Carlos IV de elegantes perros y feísima familia borboneada, eso qué?
Hay un pequeño miedo del retratado, inclusive al pastel, en los feroces retratorios de las ferias de mi infancia que oscilaban entre un inverosímil embellecimiento rosicler de las viudas y soldadesca y un parecidísimo afeado de un cualquiera, un paseante ingenuo, que no se opuso al atractivo de verse retratado, a ver qué tal salía. Salen siempre bien mal. ¿Temo yo que mis retratos, por mis pecados, acaben en el Rastro? La verdad es que sí. El frecuentar el salón y el estudio de Hernán Cortés, sin embargo, tranquiliza al futuro vanidoso. Si me sacase a mí, ¿me sacaría seguro tan guapo y aseado como a estos? ¿Era el Emérito tan guapo como ahora se le ve, con puro pelo y uniforme blanco? ¿Y quedaré yo mismo, oh Álvaro, tan guapo como voy a presentarme, rayado el terno diplomático, gorro de lana azul? «No dejes de traer el gorro», me dijo por teléfono Hernán. Y así fui, engorrado y bien trajeado.
El asunto es que un cuadro, a diferencia de una foto, implica una eternidad. Ars longa, vita brevis. ¿Seré visto a lo largo de la historia como el orejudo narigudo feo Pombo en este admirable lienzo de Hernán? Inclusive así sería un honor. Pero el caso es que Hernán Cortés es un retratista velazqueño. Su instinto del color y de la forma son euforizantes, bien pensantes, benevolentes, te saca bien. No hay feos en sus cuadros. No hay fealdad ninguna. En una exposición como la gran exposición de Telefónica de hace unos años, en la cual yo participé como locutor de un vídeo, no hubo sobresaltos, no hay segundas intenciones, no hay esperpento, ni siquiera hay ironía. ¿Estamos entonces ante una mirada neorilkeana como la de la pintora Paula Modersohn-Becker? Decía Rilke en el Réquiem: «Tan sin curiosidad fue su mirada / tan sin nada / tan de veras pobre / que ni a sí misma se deseó: / fue santa». Ponía, cuenta Rilke, ante sí, las frutas, las manzanas, las nueces, las naranjas y decía: «Esto es», y eso que pensaba es lo que pintaba, el «esto es».
Hernán Cortés es en cierto modo un pintor benévolamente frío, un señorito andaluz, andaluzmente distante siempre un poco y amigable. Es una persona muy amable, muy buen conversador, monologador, delgado y muy bien parecido ahora que ha encanecido un poco con los años. Resulta bienhechor, patriarcal. Resulta impresionante pensar la cantidad de rostros y de gestos y de dichos y de próceres y de amigos y de familiares y de anónimos, al menos para mí, que ha dibujado y ha pintado a lo largo de estos últimos años. No afea a sus modelos ni, pensándolo bien, los embellece en demasía. Sólo los deja en paz, nadie en el mundo es tan feo ni esperpéntico como pudiera parecerle a don Francisco de Goya y Lucientes: ninguno somos, estoy seguro, tan concupiscibles como sus majas vestidas o desnudas. Somos materia signata quantitate, es decir, individuos, mortales.
El mundo de su estudio, la luz, esa apacible luz verdeante en primavera, el Retiro, deshuesados los árboles de enfrente, en primavera rebrotan y resplandecen en mayo y en junio y en julio y en agosto y se redoran en paz todo el otoño. Ninguna naturaleza muerta está muerta. En Inglaterra no se habla de 'naturaleza muerta' sino de 'still life'. Hay una compasión anglosajona, racionalista, propia de David Hume o de John Locke o de Stuart Mill en el realismo de los retratos de Hernán Cortés. ¿No es eso más verdad de cada cual que su caricatura o su demonio o su esperpento individual o su infierno? ¿No es la bondad más real en los seres que la maldad, que es privación de todo bien? Hay en la obra pictórica, en los retratos y dibujos de Hernán Cortés un natural impulso ilustrado, trabajado, hacia el bien, en cada caso fisionómico un resplandor mayor que el cual, individualmente considerado, nada puede pensarse. Son retratos ontológicamente exactos. Retratos esencialistas. Su limpia mirada gaditana nos libró del mal. Amén.
Ilustración: Marc González Sala
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