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Rara es la localidad cántabra de cierta antigüedad que no traiga asociada una historia relevante para la génesis y desarrollo de lo que después sería España. Pero, cuando miramos hacia los momentos aurorales de la Edad Media, parece que Liébana brilla especialmente, como una estrella ... matutina que anuncia la verdadera y rotunda estrella a punto de asomar por oriente. Si nos plantamos en el Renacimiento y su amalgama de reinos cristianos gobernados por Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, y tiramos de los hilos hacia el pasado, sin gran esfuerzo encontramos dos episodios decisivos. El primero fue la sublevación exitosa que expulsó del Cantábrico a los invasores islámicos y consolidó un primer dominio hispano-germánico entre Finisterre y Nervión (evento a su vez compuesto de dos subtramas esenciales: la primera, la derrota completa del ejército africano; la segunda, el ascenso al trono de Cangas de Onís de Alfonso I, monarca altamente ejecutivo). El segundo episodio es de orden político-teológico y tiene como protagonista al monje Beato, entre otras cosas con su promoción de la significación del apóstol Santiago para Hispania.
Estos procesos y subprocesos tuvieron en Liébana o su culminación o su inicio. Como 'episodios regionales' de Cantabria acabarán siendo, pues, 'episodios nacionales', en virtud de los caminos históricos que abrieron para lo que había sido hasta 711 el reino visigodo de 'Spania'. Son, además, trascendentes para entender la mezcla de eclipse y traslación de la referencia 'Cantabria' en la alta Edad Media, periplo semiótico extraordinario de 11 siglos, incluidas las fiebres del vasco-cantabrismo, hasta que el burgalés Flórez y el riojano Risco demostraron en la segunda mitad del siglo XVIII cuál había sido el verdadero solar de la Cantabria de época romana. Vamos a subdividir, pues, esta materia en tres artículos: la determinante secuela cántabra de Covadonga; la muerte de Favila y el ascenso de su cuñado; y la obra ideológica de Beato.
Las huestes de Pelayo derrotaron en 722 en Covadonga a las islámicas, pero no acabaron con todas ellas. Un destacamento residual de soldados bereberes emprendió la retirada a través de las montañas. En un momento dado, cerca de Cosgaya ('Causegadia' en la crónica asturiana del siglo X), Deva abajo, se les vino encima un enorme argayo desde el monte Subiedes, y toda la fuerza armada, fuera la que fuese en magnitud, quedó exterminada. Este accidente, interpretado por los cristianos como providencia divina (los islámicos también adoraban a su dios y puede que lo leyesen como fatalidad), parece decisivo para la consolidación de la insurgencia astur-cántabra, liderada por Pelayo en la zona astur y probablemente por el 'dux' ('conductor' o 'guía', más que propiamente 'duque') Pedro en la antigua provincia visigótica de Cantabria.
Los invasores habían alcanzado el Cantábrico y establecido guarnición en Gijón. Su dominio no era colonizador, sino explotador: cobrar tributos. No tenemos argumentos para sostener que su poder no se extendió a Cantabria también. (El historiador David Peterson alega que los topónimos con 'quintana' o 'quintanilla' obedecen al reparto territorial-fiscal realizado en la ocupación musulmana de 711). Pero fue un dominio breve. La combinación de la secuencia Covadonga-Causegadia con la derrota de los islámicos en Toulouse el año anterior, a manos del duque Odón de Aquitania, señala un hito temporal muy claro en la resiliencia romano-germánica en Europa occidental. La confirmación total de ese 'non plus ultra' cristiano vendrá, del lado franco, con la batalla de Poitiers de 732 y, del hispano-godo, con el reinado del 'cántabro' Alfonso a partir de 739. En tres décadas, los invadidos (que fueran otrora invasores ellos mismos del imperio romano) han echado así el freno de mano a los venidos de otros continentes. Mucho ayudará, todo debe computarse, el enfrentamiento entre musulmanes durante 16 años, a partir de 740. Ante esas discordias mahometanas, Alfonso tendrá tiempo para consolidar un primer dominio cantábrico y repoblar la larga franja entre cumbres y cantiles.
El argayo lebaniego es, así, el héroe geológico de la reconquista, lo mismo que el rayo fallido sobre la litera de Augusto lo había sido de la conquista del territorio cántabro. La Naturaleza no debe ser jamás olvidada como agente histórico, mucho menos en una sociedad que acaba de salir de una pandemia y teme desastres varios de tipo ecológico y/o microbiológico. Sin los percances globales de asteroides y supervolcanes, glaciaciones y calentamientos, la especie humana no estaría aquí. Los europeos actuales venimos del cuello de botella demográfico de la Peste Negra medieval y de las oleadas de viruela anteriores a la vacunación, e incluso de la gran gripe 'española' de 1918, así como de los desafíos de la Pequeña Edad de Hielo (1300-1850).
No parece que hubiese en la actual Cantabria, a diferencia de Asturias, una guarnición invasora (aunque consta que Tariq tomó Amaya, donde se habían refugiado nobles godos). La liberación era aquí sobre todo fiscal (no pagar), más que territorial (expulsar al ocupante). Desde el argayo, desaparece el poder efectivo islámico sobre los cántabros. Un significativo episodio en la historia de la actual comunidad autónoma, porque al mismo tiempo implica una especie de confederación práctica o inmersión en el espacio político que surge en Cangas de Onís en torno al vencedor de Covadonga, Pelayo, cuya hija Ermesinda es casada en matrimonio de absoluto significado político con el hijo de Pedro: el godo 'Adefonsus', nombre que dice «noble y dispuesto» y del que vienen Alfonsos, Ildefonsos y Alonsos. Tanto 'Pelagius' como 'Petrus' son, a pesar de sus germanos portadores, nombres romanizados de origen griego, respectivamente 'marino' y 'roca'. De las peñas al mar se formaría el núcleo norteño centro-occidental de reconquista.
Sin el argayo 'cosgayo', puede que la rebelión hubiera triunfado igualmente, por voluntad excedente de los rebeldes y deficiente de los invasores. O acaso el éxito de Covadonga no se hubiese rematado con la debida diligencia. Antes de Alfonso I, todo parecía precario aún. Veremos el próximo día por qué fue un gobernante trascendental. Pero le debió su corona a un oso pardo. El rayo, el argayo, el zarpazo: la Naturaleza tiene voto de calidad en el Consejo del destino.
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