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Mariano José de Larra fue el primer escritor español que pasó a la historia de la literatura, no por su incursión en los géneros considerados mayores (poesía, novela, teatro), sino por las efímeras colaboraciones periodísticas. Julio Camba, más radical que Larra, quiso desde el principio limitarse al periodismo (apenas si es además autor de una juvenil novela corta autobiográfica, 'El destierro') y, desde muy pronto, consiguió un prestigio que se mantuvo intacto durante su larga decadencia en la posguerra y que continúa hasta hoy.
Su estreno en libro tuvo lugar en 1916, con tres recopilaciones en las que, al parecer, no quiso tener arte ni parte: 'Londres', 'Alemania' y 'Playas, ciudades y montañas'. Pocos autores, o al menos eso quiere la leyenda, tan despreocupados por la perdurabilidad de su ... obra: escribía cuando necesitaba dinero (afortunadamente, lo necesitaba a menudo) y dejaba que un editor reuniera en libro sus artículos cuando le ofrecía el adecuado adelanto. Eso hace que las recopilaciones póstumas, en principio, no tengan por qué diferenciarse mucho de las que aparecieron en vida. Pero se diferencian bastante de las que aparecieron antes de la guerra civil, en las que está el mejor Camba.
Titulo París
Autor Julio Camba Edición de Ricardo Álamo
Editorial Renacimiento. Sevilla. 2024
Páginas 816
Precio 29,50 €
Hay dos maneras de juntar en libro artículos periodísticos. Una es la de la simple recopilación, sin selección y sin más orden que el cronológico. Es lo que hacen los estudiosos universitarios cuando rescatan la obra dispersa de un autor ilustre. La otra consiste en hacer con esas piezas dispersas una obra nueva, como hizo Azorín en 'Castilla' y tantos en otros muchos de sus mejores libros.
En 'París' recoge Ricardo Álamo «una muestra significativa» de las colaboraciones de Julio Camba en el diario conservador El Mundo. Se centra en las publicadas entre 1909 y 1910. Quedan muchos más inéditos, ya que, en los cinco años en que colaboró en ese diario publicó más de cuatrocientas colaboraciones.
¿Merece la pena rescatarlas todas? No, ni en el caso de Camba ni en ningún otro. El prestigio póstumo de un escritor depende, en gran medida, de dar con el editor adecuado. Y no nos referimos al editor comercial, que también, sino al editor intelectual que es siempre, en mayor o menor medida, un coautor (y por eso su nombre debe figurar siempre en la portada).
Poco favor le hacen a Camba algunos de los artículos que Ricardo Álamo rescata en este libro. Los dos dedicados al feminismo, por ejemplo, y no porque esté en contra, sino por lo inane de los argumentos. En una reunión feminista, interrumpe un borracho preguntando si las mujeres, una vez tengan derecho al voto, seguirán zurciendo los calcetines. La respuesta de la oradora no puede ser más sensata: «Los calcetines se los arreglarán aquellos que se los pongan». La reflexión de Camba no puede ser más trivial: «A la larga, todo el mundo se cansa de las mejores comidas en el restaurant y necesita ir a reponerse, por lo menos una temporada, al lado de alguien que le haga un platito a su gusto, para él solo, y que ponga en las salsas, con la sal y la pimienta, un poco de ternura».
A veces Camba, falto de inspiración, repite el mismo artículo. 'Cómo pudiera representarse fielmente el pueblo francés' trata del mismo asunto, y con los mismos argumentos y casi las mismas palabras, que 'El champagne desaparece'.
Ricardo Álamo, al contrario que otro editor reciente de Camba, Javier Jiménez, en 'Se prohíbe hablar con el conductor' (donde se reúnen los libros 'Etc., etc…' y 'Esto, lo otro y lo de más allá', ambos de 1945) ha decidido prescindir de las notas, a excepción de una, en el primer artículo, que es absolutamente prescindible. Quizá hubiera sido necesario poner alguna. El articulo 'La modista y el albañil' comienza así: «El presidente de la República ha firmado un decreto prohibiendo las veladas en los talleres de moda». Habría que aclarar que 'velada' es aquí un falso amigo (no solo hay 'falsos amigos' en lenguas próximas, también en la misma lengua en épocas distintas), no significa reunión festiva que se hace por la noche, sino trabajo nocturno, como se deduce de lo que el autor le dice a una amiga: «De hoy más, ya no se estropeará usted los ojos ni se pinchará usted los dedos cosiendo vestidos que no son para usted». En el prólogo, el editor no parece haberse enterado de ese cambio de significado y por eso considera «rocambolesco» que el gobierno francés prohíba las veladas en los talleres de las modistas. No es el único caso que demuestra una cierta desatención. Dos de los más divertidos artículos del libro, 'Les affaires sont les affaires' y 'El jardín de los suplicios' no se ocupan del escándalo a que dio lugar la muerte del presidente de Francia en brazos de su amante, sino de cuando esta fue acusada de la muerte de su marido. Y cuando duda de si el humor es una de las señas de identidad de Camba, basándose en lo que una vez le dijo a Luis Calvo, parece no haberse percatado de que en el artículo 'Por la danza macabra' se define expresamente como «escritor humorista».
Pero estas precisiones importan poco a los aficionados a Camba, que son legión y desde ahora pueden contar con un nuevo libro, que, si no está a la par de sus grandes títulos, como 'La ciudad automática', sí contiene numerosos artículos que pueden ponerse a la par de los mejores suyos. Cito algunos: 'Las barbas de Cleopoldo', caricatura feroz en su aparente frivolidad del rey Leopoldo II de Bélgica; 'Del dinero de Rochette' y 'Muerte de un cobrador', crónicas de tribunales; 'A exterminar los apaches' y otras muestras de humor negro. Y todo el libro está lleno de pequeños detalles que a veces nos hacen sonreír, como cuando un diputado español) se asombra y asusta ante la escalera mecánica del Quai d'Orsay o Alejandro Lerroux ha de explicar los correligionarios el origen de su fortuna (y estamos en 1910, mucho antes del escándalo del estraperlo).
Aunque defraude a veces, Camba sigue siendo Camba. Qué gran autor cuando encuentra un adecuado editor, como Pedro Sainz Rodríguez con 'La casa de Lúculo'.
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