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Luz de Alvear (1924-2001): La artista que no quiso pintar las cosas como son
Cultura cántabra en femenino

Luz de Alvear (1924-2001): La artista que no quiso pintar las cosas como son

Esta creadora independiente creó un estilo propio cercano al expresionismo con un uso atrevido del color

Olga Agüero

Santander

Viernes, 29 de noviembre 2024, 07:31

Luz de Alvear encontró un estilo propio sobre el lienzo en sus más de quince travesías del Atlántico. Unos viajes que le sirvieron de reflexión, que le fueron abriendo ojos y que consiguieron darle valor para iniciar su propio camino artístico. Los colores intensos, vivos y la luz vibrante que irradian sus obras la han convertido en una reconocida pintora contemporánea con una relevante trayectoria. Una artista independiente y con mucha personalidad.

La pintora nació en el verano de 1926 en la casa solariega de la familia, en Castillo Siete Villas en el municipio de Arnuero. Su padre, Gerardo de Alvear, también era pintor y se había formado en Madrid donde conoció y compartió experiencias y escuela con Sorolla, José Gutiérrez Solana o Victorio Macho y viajó por Francia e Italia. Tras la muerte de su padre regresa con su familia a Cantabria y se casa con Aurora Fernández Pujana.

El nombre que eligió para su hija, Luz, simbolizaba una de las mayores obsesiones en su obra pictórica: iluminar las escenas que pintaba para captar ambientes diferentes, especialmente de la bahía en sus últimos años.

Harta de bodegones y retratos convencionales se abre a la pintura figurativa con mucho color, volumen y movimiento

Cuando Luz de Alvear cumplió nueve años se subió por primera vez a un barco con su madre y su hermana para cruzar el océano y reunirse con su padre en Argentina, a donde había viajado comisionado por el Gobierno de la Segunda República para impartir conferencias sobre artistas españoles. Unos meses antes de que empezase la Guerra Civil toda la familia se estableció en Buenos Aires. Fue un exilio voluntario que duró más de dos décadas.

El primer profesor de pintura que tuvo Luz, desde muy temprana edad, fue su propio padre y más tarde se formó en la Sociedad de Estímulo de las Bellas Artes y en la Academia Josse de Buenos Aires. La galería Müller acoge su primera exposición individual. «Estaba aburrida de copiar del modelo» –confesó en una entrevista– «así que tuve que darle el disgusto a mi padre y me rebelé. No quería seguir pintando las cosas como son y tuve que dejar de pintar para buscar un camino». Así que en los años 50 regresó a Europa. Primero se instaló en Madrid para continuar aprendiendo y se dedicó a pintar del natural en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y a hacer copias en el Museo del Prado. Sus padres regresaron también a la capital en 1956 y reanudaron la costumbre de los veraneos en su casa cántabra de Castillo Siete Villas.

Después de un tiempo, Luz tuvo la oportunidad de viajar por París e Italia para conocer las nuevas corrientes del fauvismo, el cubismo y el expresionismo. Pronto se siente atraída por las vanguardias que enseguida hace propias. Harta de bodegones y retratos convencionales se abre a la pintura figurativa con mucho color, volumen y movimiento. «Lo que pintaba lo escondía, hasta que un día mi padre encontró uno de mis cuadros y gritó: pero, Luz, ¿qué has hecho aquí?», confío a Francisco Cubría.

Liberada ya del ascendente artístico de su progenitor comenzó a crear siguiendo su instinto. En 1963 su trabajo se vio reconocido con la Medalla de la Villa de París. «Entonces mi padre me dio la razón» –reconoció ella– «aunque nunca dejó de decirme: ¡con lo bien que pintabas!».

Poco a poco fue ganando premios y protagonizando exposiciones individuales con pinturas dotadas de un peculiar estilo cercano al expresionismo, de estructura cubista, plenas de color capaces de transmitir cierta alegría frente a lo sombrío de otras corrientes más puristas. En sus obras se asoman niños jugando, muchas madres –la maternidad es un tema recurrente sobre todo en su últimos años–, escenas populares, flores y frutas en coloridos bodegones.

Decía que no le gustaba lo rígido y que por eso prefería pintar siempre al óleo, empleando una pintura gruesa, a base de capas. «Me tranquiliza saber que siempre puedo retocar hay algo que retocar si no me gusta», expresó en una ocasión.

También, con el tiempo, los rostros sin rasgos representados en muchos de sus lienzos se fueron humanizando y aquellas figuras abstractas pasaron a tener cara. Pero el color siguió presente como una seña de identidad en todos sus cuadros. Una vitalidad cromática que, según ella, inducía a cierta confusión sobre la autora. «Cuando ven mis cuadros todos creen que soy una persona joven y esto es algo que me llena de ilusión», compartió en una de sus últimas exposiciones en Santander en la primavera de 1996.

Luz de Alvear falleció en Madrid en 2001, lejos de su infancia y veraneos en Cantabria y lejos también de la ciudad de Buenos Aires donde se inició como pintora. Pero a través de sus obras, presentes en colecciones públicas y privadas nacionales e internacionales, podemos leer cómo ella miraba al mundo y cómo retrató la vida tejiendo colores e hilos de vitalidad.

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