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Era ágil como una cabra. Íbamos al Faro bordeando el fincón de las Pérez a punto de pierniquebrarnos todos, a excepción de Mones, que saltaba como el cabra que era. Esto es pura antigüedad autobiográfica.
El increíblemente sagaz Aristóteles se pregunta en su Física (8,2,259b 33-35) si es uno y el mismo el sonido de una misma cuerda o si es siempre distinto aun cuando la cuerda sea la misma y el movimiento también el mismo. Ramón Muriedas era, en apariencia, un escultor que, como Miguel Ángel Asturias decía de sí mismo, sólo ha escrito un libro, o sólo ha hecho una escultura. Naturalmente, Miguel Ángel Asturias no se refería a la vulgar repetitividad de quien se plagia a sí mismo por falta de nuevas ocurrencias sino a la repetición cualitativa o kierkegaardiana de quien es original hasta tal punto que no necesita, por serlo, hacer cada vez algo distinto de lo que ha hecho siempre. Este fue exactamente el caso de Ramón Muriedas Mazorra.
Siempre tomé la escultura de Muriedas en términos de forma y no en términos de significado. Lo curioso es que siempre me impresionaba mucho más el significado que la forma de las esculturas de Ramón Muriedas. La prueba es que la primera Variación de mi libro 'Variaciones', escrita una tarde, al regresar de una visita al estudio del escultor, era, de cabo a rabo, una enumeración de los sentimientos, de los significados que había despertado en mí la contemplación de su mundo figurativo entero, el espacio físico del estudio, las esculturas de barro y de bronce, los objetos que llenaban las mesas, los macizos trozos de barro recubiertos por trapos húmedos, como criaturas silenciosas, como materia pura y vibrante:
«Nos escandalizó la belleza de las miniaturas
Aquellos medallones esmaltados
envejecidos suavemente como pájaros
el voluptuoso desorden de los juguetes de los niños imitados
la palidez vivísima del esmalte de la muñeca suicida»
Para cualquier buen conocedor de las fisonomías de las figuras de las familias de Ramón Muriedas (de pie o sentadas, elegantes o con un punto casi excesivo de hieratismo, como si cada uno de sus grupos familiares hubiese sido capturado por el ojo del artista y traducido al barro o al bronce, justo cuando contemplaban un acontecimiento insólito), la analogía existente entre mi poesía y lo significado por Muriedas es obvia. Ramón Muriedas no compuso jamás un grupo familiar tranquilo, nunca. Hasta tal punto intranquilizan sus grupos familiares que la evidente belleza y accesibilidad de su arte queda desventrada por la rigidez escandalizada, la atenta inspección, la desdicha que los inmoviliza a todos. No era un escultor experimental, que rehusa los problemas estéticos de la vanguardia, era un escultor habilidoso y fácil. Sus esculturas iban con todo, como los conjuntos de Chanel, tan sencillos.
Muriedas era un escultor que experimentó durante toda su vida no sólo con las formas, sino sobre todo con los contenidos o significados de sus esculturas, manteniendo, no obstante, esa discreción del buen realista que experimenta constantemente con cada frase, con cada fragmento de barro y nadie se da cuenta. Amasaba el barro como se amasa el pan en las cocinas montañesas, hasta enharinarlo bien antes de hornearlo. Con la insoportable suficiencia de nosotros los sabios, añado que lo que se ocultaba eran los quiescentes laberintos de la identidad, la endogamia. El barro era la niñez de Muriedas, el bronce fue su madurez.
No me cabe más y anochece en todas las playas del mundo, incluida la del Camello presidida por el Neptuno de Muriedas, con un bronco sonido nunca visto ni oído, espumeante. Todo lo que veo es el rebrillo vivísimo, el dramatismo sobrecogedor y hierático de una mujer sentada en una plancha de roca, echada un poco hacia atrás la cabeza y el pecho, viendo lo que yo no veo y brillándole un poco, elegantísimamente, la punta de la nariz, y el espíritu absoluto, del cual yo carezco. Y recuerdo sus castillos de arena en la playa del Sardinero que siempre recibían un primer premio y siempre al subir la marea se deshacían desconsoladamente.
Esta noche madrileña de principios de diciembre es ya demasiado oscura demasiado temprano. Evacuado de pronto el gentío entero de las calles quedándose vacía Madrid, como en un grabado romántico como los atardeceres de Madrid. No hay nadie y el atardecer por sí solo es el temeroso cielo verde azul verdinegro increíblemente marítimo de pronto el nuncio de la noche ciega, arzobispal, desolada.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
Clara Alba y José A. González
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