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Prometimos en la entrega anterior descomponer un crucial episodio cántabro/hispano en tres partes: la primera, el argayo que acabó en Camaleño con los restos bereberes que se retiraban tras su derrota en Covadonga, ya ha sido narrada sucintamente y valorada; la segunda, que tocamos hoy, es la prematura muerte del hijo de Don Pelayo y el rápido relevo por su yerno; y la tercera será el papel de Beato de Liébana y el monasterio en la creación de capital cultural para el nuevo escenario de la península en torno al año 800.
Pelayo falleció en 737, quince años después de su legendario hecho de armas. Le sustituyó en el trono de Cangas de Onís su vástago Favila (o Fáfila, según las fuentes: el nombre de su abuelo paterno, godo, a quien algunos han interpretado como 'dux' de Cantabria, aunque hay desacuerdo total entre estudiosos al respecto y no se puede aseverar). Pero solo reinó dos años mal contados, hasta el 739. Varón amante de la caza, Favila se empeñó en pelearse con un oso y pereció por osado. Ocurrió cerca de Cosgaya, como el argayo anterior. Uno de nuestros grandes medievalistas, Claudio Sánchez Albornoz, con cierta crueldad de historiador retrodictivo, bautizó a este plantígrado como un oso salvador o providencial. Pues, en efecto, este accidente de caza determinó el fin abrupto de un reinado que no había destacado especialmente en nada (según las crónicas posteriores) y abrió paso al reinado del yerno de Pelayo y cuñado de Favila, Adephonsus, o Alfonso, casado con Ermesinda e hijo del 'dux' visigótico Pedro de Cantabria.
A Alfonso se le atribuye la primera organización seria del reino asturiano (astur-cántabro-galaico-vasco sería más intuitivo) y la toma de una decisión estratégica: despoblar la cuenca del Duero para dificultar las correrías musulmanas por el norte peninsular. Recientes tesis doctorales han matizado esto: no se trata de la creación de un absoluto desierto duerense como sistema disuasorio, sino más bien de la configuración de una «tierra de nadie» de lealtades alternas y cierta desorganización general. Tampoco sería tan fácil trasladar toda la población de esta cuenca al otro lado de la cordillera cantábrica. Lo que podemos dar por probable fue el debilitamiento de una franja este-oeste amplísima, entre la actual Soria y el Atlántico: se rarificó el poblamiento y la economía, y así se generó un paisaje poco manejable entre tres cordilleras: cantábrica, ibérica y central.
Una parte de ese fenómeno, de creer a las crónicas medievales asturianas, fue planificado por Alfonso y al mismo tiempo fomentó el reasentamiento de gentes de la Meseta, con sus conocimientos agropecuarios y destrezas artesanas, en los valles cantábricos (como Liébana, por ejemplo) e incluso en el litoral. Pero hay que admitir que al rey cántabro-asturiano le ayudó mucho la querella intestina entre árabes y bereberes desde 740, y los problemas que tuvo Abderramán el omeya para imponerse. Los bereberes abandonaron sus posiciones en Galicia, León y en general la meseta norte. Así que los árabes, sin querer, salvaron a los hispanos no menos que el oso y el argayo de Cosgaya juntos.
Los historiadores que se ocupan de esta época suelen anotar que el hecho de que un 'cántabro' como Alfonso ('germano-cántabro' sería más preciso) tomase el mando supremo supuso la inmersión de la referencia a Cantabria dentro de lo que habría de ser la unidad política astur-leonesa. De facto, la parte occidental de Cantabria permaneció muy vinculada al espacio más al oeste y llegaría a denominarse 'Asturias de Santillana' durante siglos. Recientemente se ha reiterado el peso del romance leonés en la configuración del romance castellano peculiar de los valles cántabros, influencia que se habría ido transmitiendo, cada vez más débil, hasta la cuasi desaparición del habla popular con la industrialización, urbanización y escolarización avanzada de la región en el último siglo.
El nombre de Cantabria, como consecuencia indirecta, emprendió una difusa traslación medieval a lo largo del alto Ebro, por donde pasará a un uso conocido en Rioja, Navarra y, finalmente, las Vascongadas, hasta finales del siglo XVIII. Son 1.100 años de peregrinación semiótica, causados por la forma de iniciarse la Reconquista.
Las tácticas de Alfonso, en la práctica, impidieron el retorno de los invasores a las tierras al norte de la cordillera cantábrica y dificultaron mucho sus futuras expediciones, sobre todo al norte del Duero. El establecimiento de una línea de castillos (origen de 'Castella', que significa en latín 'los castillos') acabaría de fijar los límites de resistencia. Entre las localidades reconquistadas por Alfonso, las crónicas mencionan Amaya. Al este, el surgimiento del reino de Pamplona cumplirá, tras un primer periodo de sometimiento de los vascones al poder andalusí, una función similar, y se extendería a la primigenia franja aragonesa, mientras Cataluña funcionaba como escudo ibérico de los francos frente a nuevas expansiones islámicas. Los fundadores de estas unidades políticas, pues, fueron los iniciadores de la Reconquista, pero sobre todo hay que reconocérselo inicialmente a Alfonso con su reino transcantábrico. Como aquellos líderes provenían de una nobleza germánica ya muy romanizada y cristianizada, es lógico que concibieran como meta lejana la restitución de aquella primera unificación peninsular en la monarquía goda convertida al catolicismo. El neogoticismo era una ideología explicable.
Así pues, triple papel de lo cántabro en la génesis de la futura España: remata el éxito de Covadonga (el argayo, héroe geológico); facilita un relevo en el poder (el oso, héroe zoológico de efecto constituyente); y coloca en el liderazgo organizativo a un germano-cántabro (Alfonso I, héroe geopolítico), del que brotarán los reinos de León, Galicia, Castilla y Portugal.
El reinado alfonsino, que termina con la muerte del monarca en 757, se produce un siglo después de la exaltación de San Millán por la biografía de Braulio, y medio siglo antes del 'hallazgo' compostelano que ratifica la leyenda icónica del apóstol Santiago. En ese contexto, aparece la obra erudita de Beato en Liébana, reafirmación del estado transcantábrico desde la fuente de legitimidad cultural entonces hegemónica: la religión. Son tres episodios regionales que a la vez tuvieron trascendencia como episodios 'nacionales' y aun europeos.
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