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El poeta Karmelo C. Iribarren prosigue con su proyecto poético a través de una escritura que indaga en los detalles de lo cotidiano. DM
Pausa, azar y vértigo
Karmelo C. Iribarren

Pausa, azar y vértigo

El poeta donostiarra, Premio Hermanos Argensola, regresa con un recorrido por la rutina y el azar, vertebrado por su reflexión sobre el paso del tiempo

Guillermo Balbona

Santander

Viernes, 17 de mayo 2024, 07:25

« No entiendo qué les pasa a los poemas/ últimamente». Este verso forma parte de 'Los poemas. La vida', una de esas pausas reveladoras e interrogantes que configuran 'La última del domingo' (Visor). El libro del poeta donostiarra Karmelo C. Iribarren, premiado el pasado año con el galardón Hermanos Argensola, ve la luz estos días. Un poemario que fluye coherente y rotundo, estructurado a la manera clásica en tres segmentos que desembocan en el poema que da título a la obra premiada. Ironía, melancolía a veces desgarrada, una manera de posarse sobre el mundo y de mirar las cosas. La propia escritura, su identidad, su afirmación y su negación, la levedad y lo trascendente siembran muchos estados, lugares y no lugares del poemario que, como en buena parte de su trayectoria, se enfrenta al paso del tiempo.

El poeta y periodista Antonio Lucas, presidente del jurado subrayó que 'La última del domingo' de este «heredero de Celaya y Gil de Biedma», destaca por «la claridad de una poesía capaz de emocionar, con un lenguaje directo sin perder potencia lírica y dejando tras cada poema un sugerente rastro de nostalgia y, a la vez, de plenitud».

Entre el mar y los bares, entre la calle y las distancias naturales y las que propician las emociones, discurre la construcción poética de Iribarren (San Sebastián, 1959).

El libro

El libro
  • Titulo La última del domingo

  • Autor Karmelo C. Iribarren

  • Editorial Colección Visor de Poesía, n.° 1223.

  • Premio Premio de Poesía Hermanos Argensola 2024.

  • Páginas y precio Páginas. 82. PVP 12.00 €

Sus versos casi siempre parecen tener su propia piel y hiel. Y la lectura los deja a la intemperie, con la verdad como equipaje, la complicidad como territorio y la sensibilidad como zahorí que pisa el campo minado de la realidad. Hay siempre en su escritura, también en este poemario breve pero contundente, un deseo de zarandear al lector pero a la vez de proporcionar un cobijo reconocible y familiar en su atmósfera e inquietudes.

La poeta y traductora Raquel Lanseros destaca la «voz socarrona y tierna» de Iribarren que constituye «un irremplazable testigo del mundo circundante y de nosotros mismos». En una suerte de transustanciación, «la mirada del poeta se detiene sobre lo aparentemente pequeño, transformándolo ante nuestros ojos en principio universal que amplía la perspectiva y nos obsequia espacios alternativos de pensamiento», sostiene Lanseros.

A través de «una honda sensibilidad personal hacia el paso del tiempo y sus irremediables cambios vitales», la poesía de Karmelo se vuelve una vez más, ratificado ahora en 'La última del domingo', «un himno a la belleza de lo cotidiano y a la conciencia de la finitud».

Sin duda la voz del poeta ha ido creciendo como asidero generacional a través de libros como 'Desde el fondo de la barra' (1999), 'Atravesando la noche' (2009), 'Versos que el viento arrastra' (2010), hasta 'Un lugar difícil' (2019) y 'El escenario' (2021), entre los últimos. El poeta Luis Antonio de Villena destaca «la austeridad formal que conduce a una literatura casi desnuda», entre el minimalismo y el realismo limpio como más adecuados a su caso».

Ahí reside su lenguaje directo, con factores, elementos y referencias autobiográficas, exento de barroquismo.

Entre lo cotidiano y lo aparentemente banal, Iribarren encuentra resquicios para golpear el interior del poema y servirlo en bandeja al lector.

Iribarren, un poeta de distancias cortas, de lluvia y barra de bar, de madrugada y locura, se atreve en 'La última del domingo' con una 'Breve indagación en la infelicidad'; cita a Cioran, ya saben el de aforismos cínicos como ese que reza «si no existiese la idea del suicidio, yo ya me habría matado»; y rezuma un escepticismo que paradójicamente abraza el mundo. «No hay vida», escribe el poeta. «Y, sin embargo,/ no está todo perdido». Lo urbano es físico, corpóreo, en Iribarren.

En su anterior poemario subrayaba la compañía de esas «palabras viejas, gastadas por el uso, / que rara vez alzan el vuelo, / palabras de los días laborables, / de conversación de bar»―. Ahora, en su regreso bendecido con el premio, cierra su poemario con un «Bajaremos/ a defender el fuerte».

En una entrevista reciente definía su vínculo vital y poético: «Tuve una juventud nocturna y borrascosa. Y algo de eso aparece en mi obra, claro, sobre todo al principio. Ahora paseo, tomo cafés, leo novelas policiacas y doy lecturas por España. Y miro la lluvia».

Es el perdedor, el que mira hacia adelante con extrañeza, el que asume la pequeña grandeza de dejarse sorprender o quizás de amoldarse a la vida pero solo a través del hallazgo poético. Muchas veces incluyendo la imagen y la alusión a la escritura poética en el mismo saco. «Aunque tengo aversión/ a los aviones/–o quién sabe si por eso mismo– me encantan las estelas que dejan a su paso».

Sus poemas siempre apelan a la creación conjunta, mutua, a modo de vasos comunicantes, con el lector. En la lectura, desnuda la visión sobre las cosas cotidinas, la implicación conlleva una nueva vida del poema. Esa poesía de verdad, tras despojarse de lo literario. Una autenticidad que se refleja en la identificación, en la vivencia, en esa pausa azarosa compartida. «No parece/esta ciudad, parece el mundo/el lugar del que está huyendo la luz».

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