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El Museo Nacional de Altamira (recuerdo haber visitado aquel prado, fertilizado por gigantes boñigas de vaca, en una excursión oficial adonde iba a construirse el centro) viene ofreciendo la exposición temporal 'Rasgar el tupido velo', sobre Marcelino Sanz de Sautuola (1831-1888), sin quien el propio museo no existiría. Pues nos encontramos aquí ante dos episodios regionales, dos hazañas determinantes, en concatenación milenaria formando un gran 'superepisodio': por un lado, la realización del techo de polícromos de Altamira hace unos 170 siglos y, por otro, su descubrimiento científico, manifestado por primera vez en 1880 con el informe 'Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander'. Este folleto de 34 páginas, producido en la Imprenta de Telesforo Martínez en el número 40 de la santanderina calle de La Blanca, revolucionaría el modo en que la Humanidad percibe su propia evolución, sobre todo con la 'Lámina 3ª', donde apareció por vez primera desde los espectadores paleolíticos la 'bóveda' bisontiega.
Durante dos décadas se sucedió una polémica científica muy desigual, entre académicos escépticos y minorías favorables al caballero amateur. Pues Sautuola, aunque ya desde 1866 era correspondiente de la Real Academia de la Historia y en 1878 había regresado completamente 'enchufado' de su visita a la muestra antropológica de la Exposición Universal de París, no pasaba de aficionado, amante, 'parvenu' cuyos estudios en la Universidad de Valladolid (para ellos la dedicatoria) habían sido los de Derecho. Además era español y, como había preguntado cien años antes aquel faltón geógrafo francés, de cuyo nombre no quiero acordarme: '¿Qué se debe a España?' La ciencia no era lo nuestro. El europeo occidental de entonces se sentía muy ufano de su progreso civilizatorio y no concebía que los humanos de muchos milenios atrás pudieran haber mostrado tal capacidad artística. Aunque las pinturas prehistóricas cántabras no podían rivalizar con la técnica clásica cristalizada en el XIX con autores como Corot o Delacroix, ya desde 1874 con los impresionistas y, en torno al hallazgo de Altamira, con las innovaciones de Paul Gauguin o Paul Cézanne, se había esbozado, en línea con modelos anteriores como El Greco o Goya, el poderío de algo que podríamos llamar 'expresividad representativa' o 'fuerza reformativa icónica', que acabaría triunfando con las vanguardias del siglo XX.
Luz, color y formas se iban pintando ahora de otros modos, más compatibles con el artista de la edad de piedra que con neoclásicos o realistas. Así, antes de que la genética lo demostrase, ya el arte cantábrico probaba que aquellos humanos somos, hablando en especie, nosotros mismos: 'Homo manchaparedes', ocre sobre piedra. Muchas barbas ilustres se empeñaron en atribuir a una factura moderna las imágenes de Altamira. Incurrieron de buena fe en uno de los grandes ridículos de la historia de la ciencia, y solo se habrían de salvar quienes confesaron, arrepentidos, su error. A Sautuola, nuevo Galileo de la prehistoria, no le sirvió de consuelo: murió con solo 57 años y el reconocimiento público a su gesta en la historia universal le pilló plantando eucaliptos australianos en el Purgatorio. Nuestra pinacoteca de piedra no solo tiene la 'galería altamirana', sino muchas otras, entre ellas las de Puente Viesgo como más destacadas. El bisonte se convirtió en signo totémico de la provincia de Santander del siglo XX y, luego, de la conversión del provincialismo en regionalismo. Al crearse en 1973 la simbología de la recién fundada Universidad de Santander, pareció necesario (a un catedrático de Derecho de Valladolid, precisamente) insertar un bisonte de Altamira. El bisonte es ubicuo en la simbología. Bisonte ubicuo. Todos los pueblos cantábricos (y del sur de Francia) pueden remontarse con orgullo a este arte paleolítico, pero solo Cantabria tiene Altamira.
Para otros es riqueza patrimonial; para nosotros, carné de identidad, si no identidad de carne. Esto nos lleva al episodio primigenio del toque final a la bóveda, que Pedro Saura reprodujo miles de años después uniendo arte y tecnología en la neocueva del Museo. Se queda uno sin cejas ni pestañas leyendo todos los intentos de descifrar el significado de esas pinturas: teoría chamánica, magia de caza, totemismo, el arte por el arte, medio de comunicación, teoría estructuralista, especulaciones semióticas… Más hipótesis que bisontes. Como escribió Sautuola: «desde luego se conoce que su autor estaba muy práctico en hacerlas, pues se observa que debió ser su mano firme y que no andaba titubeando».
También halló restos de ocre con que se podían haber pintado. Así pues, talento plástico, cierto estilo general de representación, experiencia acumulada (quizá de generaciones, no solo personal), tecnología de taller. Que hasta muy recientemente las obras icónicas han tenido que ver con rituales es algo bien argumentable. Nuestro mundo desencantado (doblemente: sin hechizo y sin contento) concibe difícilmente la espiritualidad que humanidades previas adhirieron a la naturaleza: animales, árboles, ríos, montes, cuevas, fuegos. En Altamira se trata de determinados herbívoros. No hay osos, lobos, leones, tejones, zorros, liebres. No hay reptiles, aves, peces, anfibios, insectos, moluscos. Ni árboles ni plantas ni flores. Ni sol ni luna ni estrellas. El arte altamirano opera una gran reducción icónica y se concentra en un contenido muy limitado. Acaso no tanto, o no solo, por una dieta de bisonte, caballo o ciervo, arduos de cazar por individuos de metro cincuenta, cuanto porque estos animales significaban algo religiosamente para la tribu local y sus antepasados, además de para sus sastres peleteros. Quizá eran sagrados, como las vacas indias. Y/o constelaciones. Pudo haber cantos, rezos, tamboril, narración de mitos, conjuros, ante el techo de polícromos. ¡Del pudo al hubo quedan muchas tesis doctorales aún!
La impresión colorista por el Gauguin cromañón y la reimpresión gris de 1880 conjuntan el que, verosímilmente, es el Episodio Regional por excelencia, en que hemos resultado, con pintor y descubridor, universales antropológicos: arte, religión, ciencia y sentimiento. Que Cantabria tenga como icono una imagen cuyo significado real se ignora es correlativo del hecho de que un amateur santanderino se alzase como héroe científico. Desde entonces ya no se puede preguntar maliciosamente el «¿Qué se debe a Cantabria?», pues Sautuola convirtió a Cantabria en acreedora de la humanidad.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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