El poema, acto supremo de creación
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Luis Velázquez Buendía reflexiona sobre la conducta humana y su relación con lo que la rodeaLuis Velázquez Buendía (Madrid, 1957) ha escogido la imagen de las estatuas que representan la figura humana como símbolos de nuestras emociones o, más bien, de la ausencia de ellas, lo que nos convierte en inhumanos, en seres incapaces de sentir, como si estuviéramos muertos, o casi, por eso se pregunta «¿cuándo la sensación deviene sentimiento / y éste se abre a lo infinito y viceversa / o desde adentro nos llega una felicidad o dolor infinitos?».
Nuestro autor desarrolla en estos poemas reflexiones sobre la conducta humana y un análisis ontológico, es decir, sobre el ser humano y su relación con lo que le rodea, por eso, las estatuas, que carecen de conciencia del tiempo, emocionalmente representan lo opuesto al ser ... con conciencia, a quien escribe: «nada apagará mi sed de pasado / es el exiguo rasgo de mi melancolía / me espera cada día al final de la jornada». Quizá sea esa conciencia del pasado –«el sol no se pone en la memoria», escribe Velázquez Buendía–―la que permita apreciar los hechos no solo diacrónicamente, sino en la sustancia que los configura. Para Luis Velázquez Buendía, como para Goethe o Keats, «la belleza es verdad» (aunque Auden opinaba que «Si se preguntara quién dijo: ¡La belleza es verdad, la verdad es belleza!, muchos lectores responderían: ¡Keats! Pero Keats no dijo nada semejante. Es lo que dijo que decía la urna griega, su descripción y crítica de cierta clase de obras de arte que deliberadamente excluye los males y problemas de la vida»), sí, pero quizá necesite algunos ingredientes más ―–como reflejan estos versos: «belleza es verdad cuando es inhumana»–, para vivirla como tal, así el amor y la compasión, por ejemplo: «Nuestra visión no puede ser armónica / pues solo somos parte / aunque queremos ser todo ―esto es deseo / así que somos drama desilusión / y canto / belleza también / nada que sea nuestro ni siquiera la idea / de mundo…».
Autor: Luis Velázquez Buendía.
Editorial: Trea.
Páginas: 80.
Precio: 14,00 euros.
Lo monstruo que habita en nosotros nos proporciona una coartada para desinteresarnos de la realidad y prestar atención al mundo de la ficción, porque así podemos construir «la realidad a nuestro antojo». Quien escribe también sufre esas inquietudes, pero, desvalido como está, se siente incapaz de sublevarse, y desea «desaparecer en el paisaje / la escritura / hacerse ambos // llamar sin ser visto la atención // como quien escucha / caer la nieve». La escritura pasa a ser de esta forma un muro de contención: «escribe sin cautela / pues la cautela es ciega / escribe sin permiso de ti mismo […] lo que no has hacer / lo que debes hacer / en la hendidura / sin soporte / escribe». Estas reflexiones sobre la función de la escritura en la sociedad actual desembocan en un interrogarse sobre su propia razón de ser, acaso por ser consciente de su inutilidad como herramienta de transformación social: «el alma es la forma de su insatisfacción / y la crítica de esa forma es el poema / más allá de toda crítica / espera / como el tojo encendido de la hoja / excelsa del arce / justo antes de caer / la realidad acabada».
Las reflexiones metapoéticas se suceden –«el poema nace precisamente del impulso atávico de fijar con palabras esa sensaciones que nos traspasan»–, pero son solo la antesala del motivo central del libro, reflejado en estos versos de «Nuestra forma de ver», una forma de ver condicionada también por el lenguaje: «somos como estatuas del parque / asistimos inertes al ciclo de la vida / ante nosotros pasa lo que sabemos que importa / sin dejar rastro sin pedir permiso / ni disculpas pasa de largo / mas seguimos ahí cuando amanece otra vez / formamos parte del escenario / ateridos igual que las ramas desnudad / cuya calva prospera / con la primera ola de frío». No se acaba aquí la complicidad de este lector con lo leído en este magnífico libro, que tanto incita a releer los poemas que lo integran, pero tal vez lo más conveniente sea finalizar este comentario con esta análisis del propio poeta sobre la función del lector: «De algún modo, poeta y lector, a base de entrenamiento ambos, uno para reproducir en el poema las sensaciones que lo impulsaron a escribir, el otro al evocar en sus lecturas sensaciones y sentimientos genuinos y novedosos, llegan a elaborar una red de asociaciones entre palabra y sensaciones/sentimiento que configuran un mundo, una forma de ver el mundo dependiente del lenguaje. Y es en este desapego de las palabras, que uno debe buscar como una liberación, donde el poeta se afirma. Por eso el poema no puede ser sino mentira y equívoco, acto supremo de creación».
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