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Uno de los términos que mejor define al poeta Eloy Sánchez Rosillo es sin duda 'fidelidad'. Pocos autores, a lo largo de medio siglo de vida literaria, se han mantenido tan fieles a una concepción de la poesía ajena a modas y a modos del momento. No quiere eso decir que no haya evolucionado, pero su crecimiento ha sido orgánico, como el de un árbol (para decirlo con una imagen que a él le gustaría), sin el mecanicismo al que son tan dados ciertos profesionales de la renovación o de la destrucción del lenguaje.
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Desde 'Maneras de estar solo' (1978) se ha ido despojando de heredadas galas retóricas y de referencias culturales (en él nunca impostadas) para acercarse a ... un decir llano y aparentemente conversacional. También ha ido disminuyendo el componente elegíaco, el lamento por el tiempo perdido, para centrarse en el prodigio de la hora presente, en el asombro de estar vivo y en la inagotable maravilla de las cosas que estamos tan acostumbrados a ver que a menudo las dejamos de ver.
La creciente inmensa minoría de lectores de Eloy Sánchez Rosillo no se sentirán defraudados con 'Venir desde tan lejos'. No hay ningún asomo de decadencia en estos poemas escritos cumplidos ya los setenta años. Tampoco la hubo en Borges, que escribió muchos de sus mejores poemas pasada esa edad.
Cierto que los detractores del poeta encontrarán motivos para perseverar en su rechazo. Aunque siempre escribe en verso, Eloy Sánchez Rosillo parece empezar muchos de sus poemas en prosa, como si fueran una simple anotación de un diario, pero siempre acierta a darles un toque final que nos permite ver lo que antecede con una luz distinta. «Como ha llegado uno hasta este día, / nadie puede decirlo», comienza en voz baja y coloquial el primer poema del libro; en el verso final, el poeta escucha en la noche cerrada «el susurrar de las estrellas», que es su manera de referirse a la pitagórica «música de las esferas».
No pasa nada en la mayoría de estos poemas, salvo el tiempo: el tiempo que nos hace y nos deshace y el tiempo atmosférico. 'Oro molido' nos habla de los días de marzo que nos llevan a olvidar el cercano invierno. Se inicia la claridad del día en los primeros versos; luego «irrumpe el sol y se hace el mundo». La personificación es el recurso preferido por Sánchez Rosillo: 'Las cosas, diligentes, van corriendo a sus puestos'. Al final –tras las «horas de oro molido que discurren despacio»–, «la noche distribuye / en lo que encuentra al paso un gran silencio».
Una y otra vez describe Sánchez Rosillo el amanecer, siempre igual y siempre diferente, como sus versos. O el ocaso. O la lluvia. O la aparición de la luna. O se limita a describir su cuarto: «En esta habitación orientada a Levante, / hacia el lugar por el que nace el día, / cuántas cosas pasaron y aún ocurren». El pequeño recinto se convierte en un símbolo del mundo, «espacio ilimitado que no empieza ni acaba».
Las naderías de una vida como tantas, el día a día de un jubilado ocioso que pasea, observa y a veces, raras veces se deja invadir por la melancolía, se convierte gracias al arte de Sánchez Rosillo en una prodigiosa odisea.
En ocasiones parece incurrir en la moraleja, en la explicación excesiva, como al final de 'Sin porqué': «Así ocurre a menudo, ya sabéis. / No hay transición apenas, no hay motivo / aparente que imponga la mudanza, / adviertes que de súbito has pasado / del negro al blanco y de la nada al todo».
Cada manera de entender la poesía tiene sus riesgos, que se agrandan en los epígonos, de los que Sánchez Rosillo no escasea. Algunos de esos riesgos solo él parece capaz de salvarlos sin miedo a la obviedad, al sentimentalismo o a un esforzado optimismo de libro de autoayuda. Baste citar el ejemplo del recuerdo infantil de 'Magia', con esas seis o siete luciérnagas que danzaron en torno a él «con la magia de un sueño»: «Nunca más las he visto, pero aún sigo mirándolas». O del paseo, un día de invierno, por la localidad costera y veraniega: «Soy el único habitante / de un silencio tallado al aire libre: / un monasterio de oro y de cristal, / sin preceptos ni muros. / Esmalte azul y sol en las alturas, / brisa leve que riza el mar en calma. / Me recojo en mi ser y miro incrédulo: / la mañana anchurosa, / que se propaga lenta y no termina, / ¿me está ocurriendo a mí?»
Hay poemas sobre la vejez, en la que uno se adentra con incredulidad ('Camino que se bifurca', 'Domingo') y sobre la muerte, cuyo aliento se siente cada vez más cercano, pero predominan los que nos enseñan a ver, a sentir, a paladear el gozo de estar vivo cada vez que amanece. «Ha comenzado el alba», leemos en 'Mírala tú que puedes'. Y continúa: «Respírala hasta el fondo, / que te limpie de sombras su milagro. / Y después confiado, sin apremios, / libre y con la ilusión de quien espera / mucho de esta jornada, / sal a la calle y anda por tu vida».
Fidelidad, claridad, misterio: tres palabras distintas y un solo poeta verdadero.
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