![Recuerdos escalonados en el tiempo](https://s3.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/2025/01/03/001_LEAD-CRITICA-LIBRO_Estndar%20BASE.jpg)
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En 'Pequeños relojes blancos', su autor, Francisco Taboada (Bilbao, 1957), el paso del tiempo es el eje sobre el que gravitan todos los poemas, un tiempo entendido como sucesión, como acumulación, pero también como espejo en el que se simultanean acontecimientos del pasado y del presente de una forma melancólica, en ocasiones, pero no trágica, quizá con la salvedad, de las menciones a la vejez, frecuentes en la sección 'Residencia', la cual resta, por su propia inmanencia, la proyección hacia el futuro.
El tiempo para Taboada, más que poseer una estructura lineal, que también, se configura de manera cíclica ―–Borges en 'Las ruinas circulares', ya nos avisa de que el tiempo es cíclico–―, y en esa temporalidad se fusionan pasado, presente y futuro. Los instantes del día, ... del acontecer cotidiano influyen en «el futuro que ahora diseño con torpeza», pero están «condenados a la reverencia del pasado», todo lo cual no deja de producir en el poeta, y en el lector, una sensación de incertidumbre tan incómoda como, por otra parte, fructífera, a tenor de la suerte de estos poemas.
Titulo: Pequeños relojes blancos
Autor: Francisco Taboada
Editorial: Dilema, 2024.
Páginas: 120
Estas interferencias temporales provocan una desubicación identitaria. El personaje poético se sabe esclavo del pasado y especula con la posibilidad de ser otro, de haber sido otro, pero ¿cómo podemos dejar de ser quienes somos? Parece que esta opción resulta descabellada por eso lo mejor es buscar un equilibrio interior que permita «Amanecer con el verbo / persistir en el ser / insistir en estar / plenamente / en cada momento». La obsesión por mantener la identidad, esa impostura, ese simulacro, resulta necesaria para apropiarse de los recuerdos, de las ausencias, de las pérdidas: «Todo esto que soy / que parece una consecuencia / el resto de la resta / lo que quedó / lo que aún no ha sido extinguido / lo que permanece / hasta que sea arrasado / por el momento siguiente». La memoria juega un papel primordial en este juego de olvidos y permanencias, de conservación y pérdida, de duración («La duración completamente pura es la forma que toma la sucesión de nuestros estados de consciencia cuando el yo se deja vivir, cuando se abstiene de establecer una separación entre el estado presente y los anteriores», escribo Bergson) y el desvanecimiento, pero es evidente que no podemos pensar fuera del lenguaje, por eso el cómo utilicemos las palabras será decisivo a la hora de luchar contra la fragilidad del instante. Más que resignarse, hay que confiar en «esa palabra que tacha, borra y esconde, / que con traza ominoso sepulta / la vida escueta de lo vislumbrado, / refrena la sombra / sostiene casi cerrado el telón / aprieta contra su pecho el miedo / quiere proteger e impide / lo que debe ser evocado». No puede extrañarnos que el lector perciba cierta contradicción en estos términos, pero es natural porque el poeta trata de conectar sus ideas con las experiencias de quien lee sus poemas, trata de crear vínculos entre su experiencia de la soledad y el proceso de autoconocimiento que lleva aparejado estableciendo con el lector una especie de desafío en pos de una común comprensión del poema a medida que avanza la lectura. Al fin y al cabo, una de las funciones del poeta es establecer relaciones fluidas entre lo indecible o lo decible, y ese empeño nos parce que está Francisco Taboada cuando escribe: «Todo lo lleno de palabras a rebosar / una tras otra sustituyendo la vida / ocupando los huecos libres hasta / no dejar espacio para nada / palabras y palabras / como lluvia de una tormenta que no cesa», al fin y al cabo, las escritura es quizá la mejor manera de hacer frente a lo efímero. Basta con recordar el adagio latino de Cayo Tito 'scripta manent', lo escrito queda y, por tanto, conserva la memoria de los hechos, de las ideas, de los sentimientos. Hablábamos más arriba de ese final de tiempo propio que es la vejez: «De pronto la vejez / aluvión de carne / que se va escurriendo / cuerpo abajo», porque «esa cola hacia el barranco es / cada vez más corta», y es que, cuando se llega a la vejez, a muchos les asiste la desvalorización progresiva de lo que antes era motivo de entusiasmo y caen en una especie de vacío existencial difícil de sortear. Taboada conoce la fórmula para no caer preso del vacío, de la nada, el amor, el amor que renueva permanentemente la ilusión de vivir. La conclusión, por supuesto subjetiva, que podemos sacar después de leer estos poemas de una intensidad conceptual más que notable es que, aunque lo que nos ha pertenecido nunca nos perteneció del todo, mantenemos la esperanza de que otro futuro sepa reutilizarlas, hacerlas suyas y, por ende, nuestras.
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