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«Necesitábamos un lugar donde alojar la nostalgia», escribe Rodrigo Sancho Ferrer (Canals, Valencia, 1982) en 'Una teoría del todo' (Pre-Textos), poemario ganador de la cuarta edición del Premio Internacional Francisco Brines. La pugna entre la necesidad y la existencia –entre la promesa de creación y la concreción material del mundo– animan el desarrollo poético de un libro que confirma la trayectoria ascendente de su autor. Sancho Ferrer, arquitecto de profesión, obtuvo en 2015 el Premio Adonáis por su obra 'Vaho' (Rialp, 2016). Residente en Madrid, mantiene una estrecha relación familiar con Cantabria. Y no sólo familiar: en 2021, fue el ganador de las Justas Literarias de Reinosa por 'Desnieve. Días de la primavera de 2020'.
–En esta obra, se explora el instante que transcurre entre la idea y la ejecución de lo creado. Hay una mirada que persigue extraer el mecanismo del mundo, su funcionamiento más íntimo.
–Me interesa esa palabra: 'mecanismo'. Es algo que me estimula y despierta mi curiosidad. Se trata de encontrar soluciones como si se tratara de una ecuación. Posiblemente, la parte más técnica de mi profesión –sin ser la que más me ha apasionado, ya que prefiero su lado humanístico– responda a ese buscar una solución matemática a las realidades del mundo. Pero, jugando con una matemática metafórica, a través de la imaginación.
Autor: Rodrigo Sancho Ferrer.
Editorial: Pre-textos. 2024.
Páginas: 80.
Precio: 15,00 Euros.
– «La luz brotó como si ya existiera», «el aire antes del aire» o esos dedos que se congelan antes de la creación del frío. Lo visible, como una materialización concreta de algo que ha estado desde siempre.
–Hay una atracción por lo desconocido y por la inmensidad. Ha sido un proceso de años. Yo casi imaginaba el libro como un tratado más cerca de la física (que es algo que me gusta mucho, pero en lo que soy inexperto). Quise meterme en harina con temas complicados, pero, finalmente, dejé que la poesía fluyera; una poesía libre. En otros casos, me he preocupado por cómo cerrar el poema, pero aquí tenía un espacio sobre el que crear, un territorio que había inventado y me permitía fluir de una manera mucho más natural. Estas referencias a lo previo y estas inmensidades me parecen un lugar muy interesante: lo que rodea el poema, lo que queda más allá.
–Está la física y, también, una rotunda presencia de la divinidad.
–Eso, obviamente, está ahí. Yo vengo de una formación cristiana, pero, como digo siempre, soy un pésimo católico (risas). Mi hermana mayor, por ejemplo, lo ha leído desde una concepción absolutamente cristiana. Y me parece maravilloso. No deja de ser una cosmogonía que puede abrazar diferentes mitos de la creación, no sólo el católico occidental, donde hay un dios muy figurado, sino otros muchos, como los de la herencia clásica. Hay un juego con esa parte y con la otra, más científica. Cada lector va poniendo cara o forma a ese hilo narrativo, a esos personajes: hay quien ve a una mujer, o al Espíritu Santo. Eso me gusta porque sí quería dejarlo abierto.
–En el libro, destaca el diálogo entre un demiurgo y alguien que parece ser su testigo. Recuerda al tono del Génesis. Con aquel 'Hagamos al ser humano' y la utilización de la primera persona del plural.
–A medida que lo iba escribiendo, no sabía si era un diálogo o un monólogo. Yo podía visualizar dos interlocutores. En el fondo, es sólo un pensamiento que funciona. De hecho, en la evolución del libro tenía más peso una de las dos voces; pero, finalmente, se compensó.
–Otro ingrediente de 'Una teoría del todo' es la música. Sobre todo, el piano.
–El piano es uno de mis anhelos. Yo he tocado la guitarra, de forma autodidacta, y he estado metido en algunos grupillos. Sin llegar a nada, sólo por disfrutar con amigos. La música tiene mucho peso en mi vida. Para mí, el piano ha sido siempre el instrumento por antonomasia: te permite, realmente, estudiar la melodía o la complejidad de la armonía. En breve, me apuntaré a clases, simplemente por goce. Eso estaba presente en los poemas. Ese piano con teclas infinitas me parece muy evocador. También hablo de la viola, más percutiva, muy diferente al piano. Fueron ideas que surgieron para configurar el paisaje del libro.
–Usted encarna una doble vocación: la poesía y la arquitectura. La palabra y la materia establecen un equilibrio en su libro. ¿Cómo conviven en Rodrigo Sancho?
–De forma separada. La arquitectura es un oficio que, en general, se ejerce de una manera prosaica, burocrática. No es lo que aparece en las revistas, que responde a los genios de la arquitectura. Hay una gran masa de profesionales grises (entre los que me encuentro) que terminamos peleándonos por una licencia y dando solución a problemas que nos encontramos. Se toman muchas decisiones sobre muchas pequeñas cosas. Hay una parte creativa, es cierto, fundamentalmente al principio, en las propuestas, donde puedes ser más poético. En su día, durante la carrera, esto me valía para quedar muy bien cuando presentábamos una idea de proyecto, pero muy mal al final, porque había puesto muy alto el listón con las palabras y con el dibujo no llegaba ni a la mitad de lo prometido (risas). Me he acostumbrado a controlar las metáforas, sobre todo en el campo de la arquitectura. La materia con la que se trabaja es tan compleja que conseguir ser evocador o poético me parece dificilísimo.
–¿Tiene en mente ya un nuevo proyecto literario?
–Este libro ha sido para mí casi un milagro. Hago la broma de que no sé muy bien ni quién lo ha escrito porque me cuesta encontrar el momento, por el trabajo, los niños pequeños y Madrid, que no ayuda a tener tiempo libre. Ya veremos qué pasa.
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Almudena Santos y Lidia Carvajal
Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Sara I. Belled
Jesús Lastra | Santander
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