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Una senda escarpada
Su nombre es democracia (1)

Una senda escarpada

La construcción de la democracia revela las tensiones que producen los intentos de equilibrar el acceso al poder

Viernes, 16 de febrero 2024, 07:13

La democracia se tambalea, el autoritarismo se abate sobre el mundo. Y mientras la desafección democrática cobra nuevo vigor a medida que avanza, el ruido de la actualidad entorpece nuestra capacidad para analizar el presente. Quizá necesitamos, como propuso la helenista Nicole Loraux, «adoptar una mirada lejana sobre nuestros problemas actuales» y fijar nuestra atención en el alba de la democracia en Atenas; pero recordando las palabras del historiador Marc Bloch: «Sin inclinarse sobre el presente, resulta imposible comprender el pasado».

Ese ir y venir al pasado será fértil si nos inmuniza contra el adanismo presentista; pero también si esquivamos las analogías apresuradas, porque la continuidad entre la democracia directa ateniense y la democracia representativa moderna es apenas visible. La esclavitud o la negación de derechos políticos a las mujeres, componentes indisociables de la democracia clásica, no pasarían hoy ningún test democrático. Y a los atenienses la democracia actual les parecería una oligarquía: un sistema controlado por partidos políticos en el que la mayoría de los ciudadanos apenas participa políticamente una vez cada cuatro años, sometido a las injerencias legislativas de grandes corporaciones, entidades financieras y organismos supranacionales que operan al margen de cualquier proceso de elección ciudadano. Sin embargo, la construcción ideológica, el entramado institucional y la práctica política que desarrollaron los atenienses están llenos de intuiciones que pueden sernos útiles para afinar nuestra reflexión sobre la democracia actual.

'Constitución de los atenienses', compuesta por Aristóteles alrededor del año 325 a. C., es la principal fuente de información sobre las formas de gobierno que se suceden en Atenas desde finales del siglo VII hasta el 403 a. C. El elemento esencial de la polis no es el territorio (esencial en la concepción moderna del Estado, secundario para los atenienses) ni los ciudadanos, sino su constitución. Y entendida como estructura política (y no en el sentido actual de ley fundamental de un Estado), la constitución se clasifica en función del número de individuos que dirige los principales órganos de gobierno: uno (tiranía), pocos (oligarquía) o muchos (democracia). Sin embargo, lo que realmente marca la diferencia, en opinión de Aristóteles, es la riqueza de los gobernantes: la oligarquía es el gobierno de los ricos (que siempre son pocos) y la democracia el de los pobres (la mayoría).

Oligarquía y tiranía

Los atenienses se dan su primer código escrito de leyes en el 621 a. C. Los aristócratas ('eupatridai': «bien nacidos»), que detentan el poder en exclusiva, pierden así el monopolio del conocimiento de la ley, y el privilegio de recordarla y aplicarla a su conveniencia. Dracón, compilador de esa primera legislación escrita, es retratado por Plutarco en esta anécdota llena de color: «Al preguntársele por qué había fijado la pena de muerte para la mayoría de los delitos, respondió que consideraba a los pequeños dignos de esta y que para los grandes no tenía otra mayor».

Excepto la que castiga el asesinato, las leyes de Dracón son reemplazadas una generación más tarde por las de Solón, que, avalado por ricos y pobres, asume plenos poderes para atajar los graves problemas socioeconómicos de la ciudad y evitar el surgimiento de tiranías. El nuevo legislador se presenta como un hombre neutral, moderado, y así lo consigna en uno de sus poemas: «Como en tierra de nadie entre ambos frentes, me erigí en divisoria».

Con Solón se inaugura en la historia política ateniense el esfuerzo por diseñar contrapesos que equilibren el acceso al poder. Desde el siglo VII a. C., en el principal órgano de gobierno, el Consejo del Areópago, únicamente participan los aristócratas, y sus cargos son vitalicios. Pero Solón divide a los ciudadanos en cuatro clases sociales según su riqueza y determina la elegibilidad para desempeñar cargos públicos de acuerdo con esa distinción; así quiebra el monopolio de los aristócratas e introduce a los ricos en el Areópago.

El noble escita Anacarsis observa que las leyes solonianas son como telas de araña que «aprisionan a los débiles y pequeños, pero son rotas por los poderosos y ricos». Solón le responde que «los hombres respetan los pactos cuando para ninguna de las dos partes contratantes es ventajoso violarlos». Pero los resultados, según cuenta Plutarco en su biografía de Solón, se ajustan más (oh, sorpresa) a la conjetura de Anacarsis que a las esperanzas del legislador.

Pisístrato da un golpe de Estado en el 561 a. C. y gobierna Atenas durante más de 30 años. Aunque no altera, al menos formalmente, la constitución soloniana, advierte a sus súbditos: «Vosotros ocupaos de vuestros asuntos particulares que yo me ocuparé de los públicos». Un único individuo secuestra lo de todos para gestionarlo de forma privada, he ahí la tiranía. Hipias, primogénito del dictador, hereda el cargo hasta que en el 510 a. C. los «bien nacidos» retoman el poder. Tres años después los atenienses alumbran una nueva forma de constitución.

Democracia

Promovida por un aristócrata, Clístenes, la democracia nace en el 507 a. C. como antítesis radical de la tiranía: el ostracismo, un nuevo procedimiento legal, permite desterrar durante diez años a cualquier líder político que abrigue impulsos tiránicos. Pero lo esencial es la modificación que se introduce en los requisitos para ser ciudadano y, en consecuencia, tener derechos políticos: ya no es imprescindible ser aristócrata o rico, basta con hacer el servicio militar y ser varón adulto e hijo legítimo de padre ateniense.

La victoria griega frente a los persas en las guerras Médicas (492-476 a. C.) convierte a Atenas en una potencia imperial gracias a su dominio del mar, lo que supone un nuevo avance para la democracia. Mientras predomina la fuerza militar terrestre, son los miembros de la clase media (los que se pueden costear los medios para guerrear) quienes obtienen la ciudadanía. Pero la enorme demanda de efectivos de la armada sólo puede ser satisfecha por el grupo social más numeroso, los pobres, que adquieren derechos políticos al cumplir así el servicio militar. Esos nuevos ciudadanos, que reclaman una participación política igualitaria, ya pueden incorporarse a un nuevo órgano de gobierno, el Consejo de los Quinientos, que asume funciones políticas antes reservadas al todopoderoso Areópago.

En el 462 a. C. se produce otro paso decisivo: la aprobación de una iniciativa presentada por un hombre del pueblo con reputación de incorruptible, Efialtes, permite despojar al Areópago de todos sus poderes políticos y casi todos los judiciales, y transferirlos a los tres órganos democráticos de toma de decisiones: el Consejo de los Quinientos, la Asamblea y el Tribunal del Pueblo. Sin embargo, los opositores a la democracia no renuncian pacíficamente a perder sus privilegios. Un año después de la reforma, Efialtes es asesinado. El crimen político queda impune y la historia lo sepulta en el olvido.

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