Durante milenios el arte creado por algunos seres humanos servía para que el resto pudiera conocer el mundo de una forma diferente a la que otras actividades como la economía, los sentimientos, el sexo o la riqueza ofrecían. A finales del siglo XIX el arte ... cambió. Los artistas de la época contemporánea no pudieron o no quisieron interpretar la sociedad en la que vivían y se volcaron en tratar de comprenderse a sí mismos. Tal vez con la esperanza de que eso también les permitiera conocer el mundo. Nacieron lo que de forma genérica se conoce como las vanguardias. Resultó sorpresivo. El mundo asistió a un despliegue no sólo de arte, sino de subjetividad expresada en formas artísticas que conmocionó a las sociedades occidentales. No parecía una mala evolución a pesar de ser un tanto autista. Ambas líneas interpretativas resultaban compatibles y el mundo del arte se enriqueció y expandió. Y con el arte, la forma de concebirnos a nosotros mismos. Avanzado el siglo XX, la tensión existente entre la izquierda y la derecha, entre el progreso y la preservación, se derrumbó. Cayó el muro de Berlín y con ello, el equilibrio entre las opciones conservadoras y progresistas. Una situación que, aunque no exenta de brutalidad, había permitido mantener una cierta esperanza en el desarrollo de la democracia, la libertad y los derechos humanos. La derrota de la barbarie comunista permitió progresar sin límite a la barbarie capitalista.
Avanzado el siglo XXI, el relativismo capitalista va alcanzando todas las esferas de la existencia. También impregna al arte que se ha visto paralizado o falto de contenido e influencia. Ya no podía o no quería interpretar el mundo. Los artistas no usan el poder de su subjetividad para hacerlo. El arte, como tantas cosas, se volvió acríticamente dadaísta, absurdo y despegado de una realidad que había dejado de comprender. Pero no todo estaba perdido. Al igual que en aquella irreductible aldea gala, el impulso artístico de la especie humana, nacido casi cien mil años antes, permaneció activo en algunos artistas que iban creando lo que hoy conocemos como arte contemporáneo actual. Esa creación surgía a la vez que un consumismo desorbitado y una destrucción ambiental, acompañados de una pobreza y desigualdad que no han hecho sino aumentar en estos inicios del siglo XXI. En lo que llamamos arte contemporáneo actual coexisten obras extraordinarias acerca de la experiencia humana, junto a otras que no valen ni el material con el que están hechas. Tan solo unos pocos consiguieron despejar el camino aun sin saber la dirección ni la manera de llevarlo a cabo. Recordemos la parábola del que sembraba trigo junto a la cizaña. No se trataba de una tarea mal hecha, sino de algo inevitable; después sería necesario aplicar algún discernimiento para separar lo bueno de lo malo. Está claro que aún no sabemos hacerlo. Por eso es posible contemplar arte iluminador junto a otro banal o estúpido cuando visitamos exposiciones, galerías o museos. Todo mezclado. ¿Cómo adentrarse en ese bosque? Tal vez lo primero sea reconocer, sin miedo a ser criticado, que el emperador está desnudo y que esa desnudez no resulta atractiva.
Signo de estos tiempos posmodernos, los museos practican una especie de emulación. Sus fondos, especialmente los de arte contemporáneo, son comparables. ¿Cual de los museos no posee, si puede, un pequeño Picasso, Klee, Tapies? ¿O, si se trata de una institución hipermoderna, alguna pieza de los denominados Young British Artist? Todos ellos aspiran a ser pequeños MoMas neoyorkinos. Con frecuencia su destino es el consumo, el postureo o el ocio cultural. Muchas de sus obras se encontrarán en el punto limpio dentro de unos años. Otras, en las salas de espera de consultas médicas o en las paredes de hoteles de tres estrellas. Frente a eso habría que aceptar que el arte debe procurar placer y conmoción, aunque represente horror y fealdad. Goya no aporta felicidad, ni Bacon tranquiliza el alma. Generan un placer oscuro que conecta con la sabiduría que proporcionan. A eso debe tender el trabajo de los artistas incluyendo a críticos, periodistas, público, redes sociales, instituciones, universidades y hasta las personas que dibujan con los niños. El arte nos hace más sabios sin que esté destinado a ello. La finalidad del arte no es ser didáctico, pero sí la de ser fundamentalmente visual. Obviamente posee una dimensión intelectual y afectiva, pero lo fundamental de una obra es que ha de poder ser vista. No se trata de un producto mental. Mucho del llamado arte conceptual o el contenido en algunas performances constituye una obra de teatro, una forma de pensamiento si se quiere, pero con frecuencia no es arte. Numerosas obras del llamado arte contemporáneo actual, no resultan comprensibles en una primera visión. Necesitan un cartel explicativo o que el artista defina lo qué pretendía expresar. Y no es la peor de las hipótesis porque si la explicación procede de los confeccionadores de catálogos, probablemente resulte algo incomprensible y ridículo. Si ocurre que nadie comprende al artista es posible que su obra sea de escaso valor. Prueben en la próxima exposición.
Toda obra de arte requiere ser visitada dos veces. La primera vez, se establece el grado cero de su contemplación: «me gusta/no me gusta» o «me interpela/me resbala». En una segunda visita puede ser adecuado obtener información sobre ella, leyendo o escuchando alguna interpretación o análisis. El arte ha de poder entenderse y hay que aprender a verlo. Como casi todo en la vida.
Es importante señalar que lo artístico no es una característica intrínseca de la obra, aunque sea cierto que algunas creaciones estén dotadas de una notable habilidad técnica. Eso ocurre con mucha de la pintura costumbrista del siglo XIX. Es clásico decir que en 'Las meninas', Velázquez pinta el aire. Y es verdad, pero también lo es que durante muchas épocas fue considerado uno más de los pintores cortesanos.
Siempre el arte estuvo asociado al poder y al dinero. ¿Quién puede encargar un cuadro de tres por tres metros? ¿Y en qué casa tendría cabida? Actualmente las piezas de gran tamaño están concebidas para los museos. Es el caso de las obras de Richard Serra del Guggenheim de Bilbao. Hermosas pero alejadas de cualquier dinámica social, hechas para instalarse en el mundo endogámico y elitista de un museo. Si una persona sale de un museo o exposición con la misma actitud con la que entró es que alguien ha fallado. Bien sea ella misma, el artista o la institución. El arte contemporáneo no es un lujo para privilegiados, ni una forma de entretener a niños, turistas u ociosos. Es una danza entre la experiencia del espectador y la del artista. Es un medio de obtener sabiduría, placer y autonomía. O una bobada. Hoy es posible crear obras de cualquier formato y material. Eso no implica que todo modo de llevarlo a cabo sea positivo o interesante, creativo o conmovedor.
La contemplación del arte hoy, en algunos lugares, es democrática. Su realización y ejecución también puede serlo. La calidad e importancia de lo realizado o visto no lo es, no depende del voto.
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