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Cuando Andrés Trapiello comenzó a escribir 'Las armas y las letras' lo hizo con el propósito de luchar contra los prejuicios. Esos que nos llevan a mirarlo todo, la historia, la literatura, el mundo, las personas y hasta la vida, con los anteojos de la ... ideología, esos mismos que, como el cristal de Campoamor, hacen que todo dependa del cristal con que se mira.
Y aquellos con los que mirábamos, y miramos, a los años de la guerra civil española están particularmente ahumados. Barrer todos aquellos filtros fue lo que Trapiello quiso hacer con una obra que no era ni manual de historia –«si supiera, lo habría hecho», escribió– ni de crítica literaria. No; en realidad, escribió este 'híbrido', que así lo llamó, en pos de «un sueño irrealizable, pero no, en literatura y en la vida, defender al débil de los fuertes, y a los fuertes y poderosos, de sí mismos».
Defender, decía Trapiello, lo que ya da una pista de por dónde van los tiros, con ese léxico marcial: «La óptica de la guerra, y su desenlace, (…) trocó no pocas de las visiones sobre obras y personas, desenfocándolas a veces por hipermetropía, y otras, por miopía». Claro que entonces corría 1994 y, pese a lo avanzado de la etapa democrática, todavía había asuntos sobre los que muchos preferían pasar de puntillas. Para comprenderlo basta con leer la advertencia que incluía en la nota de agradecimientos: «Y a quien venga a este solar con la bayoneta calada, aclararle que no hay para tanto. Y que sangre pasada no mueva molino».
¿A qué tantas precauciones? Recordemos que unos años antes, en 1986, Julio Rodríguez Puértolas había publicado su 'Historia de la literatura fascista española', uno de esos libros que no se leen de principio a fin sino consultando el índice alfabético de personajes. En él se condenaba a los infiernos del olvido a centenares de escritores por su 'adicción' al régimen, lo que no era nada más que la constatación de una realidad de facto, el ostracismo que por causas políticas sufrían muchos autores. En concreto, los del bando franquista. Es decir, aquellos que sí, ganaron la guerra del 36, pero perdieron la historia de la literatura, porque acabaron borrados de los manuales.
El ensayo de Trapiello, en cambio, venía a abrir los ojos a una realidad mucho más compleja: ni todos aquellos escritores eran una marabunta fascista, ni las ideas y opiniones políticas están reñidas con el talento. Esta obra sirvió para rehabilitar la memoria de autores como Manuel Machado o Dionisio Ridruejo –con otros, como Giménez Caballero, no habría ya nada de hacer–, pero su éxito editorial fue también la constatación de que por fin había concluido la Transición. Y no la política, sino la transición literaria.
En el capítulo trigésimo octavo del Quijote, Cervantes desliza un curioso 'discurso de las armas y las letras', en el que el hidalgo manchego especula sobre «la preeminencia de las armas contra las letras, materia que hasta ahora está por averiguar», ya que «dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas», pero «a esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios».
En el Renacimiento, esta relación entre armas y letras era todo un tema literario. Aunque no en la dirección que cabría esperar, por ejemplo, en épocas anteriores, sobre si era mejor la vida contemplativa o, en cambio, ser un hombre de acción, sino como encarnación del ideal del cortesano, que debía ser tanto diestro tanto con las armas como con las palabras. O, en palabras de Garcilaso, «tomando ora la espada ora la pluma». En realidad, se trata del viejo tópico latino de 'Sapientia et fortitudo': saber y fortaleza.
Cervantes, soldado y poeta, no podía encajar mejor en ese arquetipo. Y no solo él, sino también otros grandes de la literatura combatieron militarmente, desde el Marqués de Santillana hasta Lope de Vega y Calderón de la Barca. Pero esa figura del escritor guerrero perdería fuelle más allá del Siglo de Oro.
Sin embargo, en su trasposición al siglo XX español la interrelación entre armas y letras cobraría una nueva relevancia: no solo monopolizó casi la totalidad de la producción literaria durante la guerra, aunque fuera transformándola en propaganda, sino que determinó la obra y la vida de los escritores de la época, e incluso algo aun más inesperado: su paso a la posteridad… o al olvido. Porque nuestra vieja guerra civil no solo se libró con armas en los campos de batalla, sino en los espacios intangibles de la escritura, y hasta de la crítica literaria. Y en el campo intelectual la contienda sería igual de cruenta, pero mucho más duradera. De hecho, también podríamos entender como coletazos de una guerra interminable mucho de lo sucedido en las últimas décadas, cuando la llamada 'memoria histórica' ha venido a reavivar los fuegos de una disputa que, generacionalmente, debería estar más que resuelta.
Así pues, cuando Andrés Trapiello acertó de pleno cuando tomó el el título para su ensayo del viejo discurso quijotesco: difícil encontrar uno más apropiado.
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