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Tica, en 1935, junto a su hermano Manuel, se agarra al brazo de Federico como si no quisiera separarse de él, casi como un presentimiento. ed. comares Ed. Comares
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Sobre 'Notas deshilvanadas de una niña que perdió la guerra', de Vicenta Fernández-Montesinos García

Alberto Conejero

Santander

Viernes, 3 de mayo 2024, 07:19

En noviembre de 2023 la editorial granadina Comares publicó la tercera edición de un libro de capital importancia para todos los interesados no sólo en la vida y obra de Federico García Lorca sino en nuestra historia reciente: 'Notas deshilvanadas de una niña que perdió la guerra', las memorias de Vicenta Fernández-Montesinos García, hija de Manuel Fernández-Montesinos Lustau, alcalde de la ciudad de la Alhambra en 1936, fusilado también en agosto de ese mismo año, y de Concha García Lorca, la hermana mayor de Federico. Hasta su fallecimiento en septiembre de 2023, Tica, como la nombraban los cercanos, era la última persona viva que había tratado al poeta, la última que recordaba su risa («¡reía con la o!», declaró un año antes de su muerte), y la última que hubiera podido reconocer la voz de Lorca de aparecer algún registro sonoro sin identificación.

La desaparición de la autora acrecienta la importancia simbólica del libro y la emoción que desprenden sus páginas. Como el título indica, y aunque fue escrito ya en la madurez de su autora, es la niña Tica quien nos sumerge en la Granada de los años 30. Es precisamente la honestidad de este punto de vista infantil la que nos permite asomarnos a la vida familiar de los García Lorca sin las cautelas o prevenciones de otras voces. Gracias a una prosa aparentemente sencilla, pero de gran alcance poético y vuelo sensorial, la autora consigue que seamos no sólo testigos sino cómplices de aquel tiempo. En este sentido, es un libro hermanado con los 'Recuerdos de la vida de Miguel Hernández', de Josefina Manresa o las 'Memorias habladas, memorias armadas', de Concha Méndez.

Tica, cuyo nombre eligió su tío, Federico García Lorca, fue la última persona viva que había tratado al poeta, la última que recordaba su risa

Una infancia, la de Tica Fernández-Montesinos, cuyos primeros años transcurrieron en aquel paraíso llamado Huerta de San Vicente, la casa de verano de la familia: «una preciosidad de árboles y agua clara, con Granada enfrente de mi balcón, tendida a lo lejos con una hermosura jamás igualada» en palabras de su tío Federico. Hay que recordar que el poeta trabajó allí en el 'Romancero gitano', 'La zapatera prodigiosa', 'El Público', 'Así que pasen cinco años', 'Bodas de Sangre', 'Yerma', 'Diván del Tamarit' y 'Doña Rosita la soltera', en veranos de «actividad poética de fábrica».

La autora se detiene en los nombres de los árboles, en los colores de aquel rincón afortunado del mundo, en las fiestas familiares, las comidas y los vestidos, y en las travesuras de los más pequeños de la huerta del Tamarit. Nos conmueven las escenas cotidianas porque la niña, quizá como sus mayores, ignora con qué rapidez el odio iba a llenar de lágrimas y silencio aquella «caja de alegría». Este es uno de los grandes hallazgos del libro. Nos relata las últimas imágenes del paraíso perdido sin dar demasiados detalles de su destrucción. Un horror que entonces fue ocultado, como se pudo, a los niños. Estremece la noticia velada del fusilamiento de su padre en apenas dos apuntes. La autora, ya adulta, no nos lo cuenta porque todos lo sabemos.

El vínculo del poeta con la que fue su primera sobrina nos cautiva sobremanera. Fue Lorca, desde Nueva York, quien pidió que la niña se llamara igual que Vicenta, la madre del poeta. En una carta de 1931 le cuenta a su amigo Carlos Morla Lynch: «Ahora mismo mi casa está llena de canciones de cuna para dormir a la niña [Tica], y ya están dormidas mi mamá, mi papá, los árboles los perros, menos la niña que no se duerme nunca», protestaba con dulzura, porque su costumbre era escribir de noche. En una fotografía de ese mismo año, la vemos en brazos de su sonriente tío frente al jazmín de la casa. Tica recuerda que cuando enfermó de una otitis que la dejaría prácticamente sorda para el resto de su vida, su tío lloraba «de mentirijilla» para consolarla. Y, con todo, la música, siempre la música. El libro es también una antología de las canciones populares de aquel tiempo. Y, ante todo, las que tocaba y cantaba su tío en el viejo piano familiar.

En una célebre fotografía, ya de 1935, la vemos junto a su hermano Manuel, agarrada al brazo de Federico, como si no quisiera separarse de él. Hoy observamos el gesto de la niña como un presentimiento. El 9 de agosto Federico García Lorca salió de la Huerta de San Vicente por el carril serpenteado de cipreses, granados, almeces y rosales. Fue la última vez que lo vieron Tica y el resto de la familia. Días después, los sublevados asesinaron a su padre y a su tío. La casa se hundió en el luto. Terminada la guerra, la familia se trasladó a Madrid. El libro se detiene poco después, con el exilio de gran parte de la familia a Nueva York. Allí donde su tío, pocos años antes, había elegido el nombre de la niña…

Tica fue para siempre una «niña que perdió la guerra», como nos recuerda un título lleno de dignidad y de pertenencia. Una reivindicación «sin crispación», pero firme en el recuerdo gozoso de un tiempo y de un espíritu arrasados por el odio, de un pulso herido que quiso dejar por escrito lo vivido en aquel paraíso perdido, aquella huerta en las afueras de Granada.

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