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Muelle, 20. 8 a.m. Es verano. Estoy sentado frente al portal de Polín, tomando en Frypsia un sándwich de jamón y queso y un café. Emerge súbitamente Polín de su portal y se encamina –yo lo sé– con repentizantes zancadas de pisabaldosas al Ministerio de Información y Turismo. Anda como habla, tartamudeando un poco con una cierta inspiración expiración ligeramente acatarrada siempre. Le conozco de toda la vida. En mi casa se le consideraba un niño prodigio, émulo, y superador incluso, de Menéndez Pelayo. Cuando venía a Madrid, en aquellos tiempos universitarios míos, almorzaba en el Colegio Mayor Aquinas con nosotros en una de aquellas mesas para cuatro, con el P. Artola, el P. Soria, yo mismo y Polín, o cenábamos temprano para la charla literaria de la tarde. Polín nos ofreció varias de estas conferencias.
Recuerdo las que versaron acerca de la novela europea contemporánea, que recordaban los mejores textos de Charles Moeller, 'Literatura del siglo XX y cristianismo'. Así pues, hay un Polín siempre veinte años por delante de mí que escribía en El Diario Montañés –todo un lujo en mi opinión de entonces que sólo alcanzaba a publicar esporádicamente en la revista 'Colegio' del colegio de los padres Escolapios–. Le traté sobre todo en el Aquinas, en su visita mensual a Madrid. Yo me quedaba siempre, al oírle, con la impresión de que le cansaba dar conferencias y charlas porque vivía de la palabra escrita más, creo yo, que de la pronunciada.
Recuerdo que cuando almorzaba en el Aquinas acostumbraba a visitar a Vicente Aleixandre a primera hora de la tarde. Siempre me invitaba a acompañarle en la visita y siempre pretexté una u otra ocupación para no ir porque el poeta de 'Sombra del paraíso' me parecía aterradoramente impresionante. Polín era un santanderino guasón, aunque yo mismo, en aquellos severos tiempos de mi juventud, tomase todo en serio y fuera antiguasón. Sigo siendo antiguasón aunque ahora ya he aprendido a serlo a veces.
El libro de Polín que he leído con más atención es la 'Crónica del veraneo regios'. Los lectores querrán saber por qué ese y no otros muchos de poesía y ensayo que escribió y que leí también. Creo que el motivo es que este libro contiene una pintoresca y original y, nunca mejor dicho, guasona interpretación de la santanderinidad y de los santanderinos. He aquí un texto característico del capítulo 15 titulado 'La vida en Santander. Burguesía en auge': «Los años del veraneo regio coincidieron con un apogeo de la prosperidad de Santander, ya iniciada en la pasada centuria, cuando las empresas consignatarias de buques consumaban buenos negocios y cuando comerciantes e industriales afortunados efectuaban fructíferas operaciones con el tesón y el instinto del buen trabajador». (Mi tío Emilio Botín, por cierto, casado con tía Anita, hermana de mi madre, consideraba que los santanderinos eran inteligentísimos y grandes trabajadores cuando les daba la gana. Esto de las ganas no acaba de ser un asunto que viese con buenos ojos tío Emilio. Con ganas y sin ganas lo primero era el trabajo. A él desde luego le cundió muchísimo. Tras esta nota de historia local, prosigue la cita de Polín): «Aquella remota y reducida hidalguía de que nos hablan crónicas y documentos de los siglos anteriores, altivamente agrupada en torno a la Catedral, equipada de blasones y no muy sobrada de talegas, habíase esfumado en las nieblas de la historia, sustituida en cuanto a prestigio social y opulencia exterior por una burguesía que reconquistaba el dinero y que heredaba principios inconmovibles y delicados refinamientos y sistemas de existencia».
Tras la guerra del 14, Santander dejó de ser «la vieja puebla agrupada junto a la vieja Abadía y durante años y años se privó al mar de considerables superficies para extender la mediocre urbe a extremos de gran capital […] Ya no era don Benito Pérez Galdós el único usufructuario del panorama de La Magdalena, y el ejemplo del marqués de Casa Pombo convirtiendo los parajes del Sardinero en un punto privilegiado de la atracción estival había dado origen a una lujosa barriada cuyas edificaciones –hoteles o villas– competían ya con los envidiables núcleos de las playas de moda europeas». He citado este largo texto con toda intención: deseo que se advierta ahí la excelente prosa narrativa de Leopoldo Rodríguez Alcalde, familiarmente Polín, le llamábamos, y me consta que a lo largo de los años todo un grupo juvenil de escritores y artistas se reunía alrededor suyo, que se dejaba convidar a cenar con toda afabilidad y gracia y rememoraba los grandes momentos literarios de Santander, permitiéndose incluso considerar que Ortega y Gasett, tratado personalmente «era más soso que una calabaza». Cuando le oí esto, y me consta haberlo oído de sus propios labios, pensé que Polín era un heterodoxo español de la peor especie. Pero era, en verdad, un heterodoxo español de la mejor especie, un ensayista y poeta cuyos libros, y en particular este voluminoso libro 'Crónica del veraneo regio' que ahora comento, resultan una delicia de lectura y de meditación montañesas.
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Rocío Mendoza, Leticia Aróstegui y Álex Sánchez
Patricia Cabezuelo
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