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«Lo que me gusta de tus fotos es que todos parecemos grandes señores». Juan Habichuela, guitarrista gitano y parte de una saga iniciada por su abuelo y continuada por sus hijos, le dijo esa frase a Pepe Lamarca (Buenos Aires, 1939), tras una de ... sus sesiones. Para el autor de las imágenes, no se trata de «idealización, sino de agradecimiento y dignificación hacia una persona a la que das un valor; cuando muera, seguirás escuchando lo que hacía». Por eso nunca se le habría ocurrido, por ejemplo, sacar fotos a Beethoven en su peor época; «Esa es la desdicha de él, pero lo que deja es más importante. Lo demás es secundario».
Su trabajo protagoniza la muestra que alberga el Centro de la Documentación de la Imagen de Santander (CDIS). 'Pepe Lamarca: Documentos Latinoamericanos' es el título de la exposición que podrá visitarse hasta el 8 de enero, acercándose a la faceta menos conocida del autor afincado en Cantabria desde hace décadas.
«Eres de los míos», le dice a Luis Palomeque mientras le retrata, «también te gusta que se vean las manos, aunque luego las corten los diseñadores amputadores». Los principios vitales del argentino se mueven entre lo práctico y lo idealista. Entre la estética artística y la denuncia social. En su tranquilo estudio de Polanco, los altos ventanales dejan colarse la luz oblicua del otoño que se posa en docenas de libros, en sillas de diversa factura, focos, discos... Al fondo una imagen de Camarón se apoya en la pared. Una de esas que convirtieron a Lamarca en un referente. Por su objetivo pasó no solo el cantaor de San Fernando, sino también Paco de Lucía, «que era más conocido entonces en América que aquí» o Antonio Gades «que llenaba el teatro de Buenos Aires y era imposible sacar una entrada en todo el meses», rememora. En su ciudad de origen fue donde Lamarca descubrió el flamenco. «Estuve muy vinculado a republicanos españoles y cuando llegué aquí ya sabía distinguir un fandango de una soleá». En aquel destino transoceánico se juntaba «el gusto de los argentinos por el flamenco y la emigración española».
Con menos brillo y otro tipo de jaleos, en Argentina trabajó también para los sindicatos. Documentaba los trabajos que se consideraban insalubres y que, por tanto, debían estar regulados con mayores medidas de seguridad u horarios reducidos, en una aspiración utópica. Quería contribuir a mejorar la situación a base de disparos. El verbo documentar era el que utilizaban los alemanes para definir un trabajo realizado para registrar un hecho. Recuerda el caso del director de una fábrica, ingeniero, que tenía muchos trabajadores del este, obreros especializados, esclavizados. «Este hombre iba sacando fotos de los empleados, de sus mujeres, de sus casas y lo tenía escondido. Era nazi porque estaba obligado a afiliarse para poder dirigir una fábrica, pero cuando se estaba muriendo, dejó esa documentación a su hijo que la hizo pública». Un ejemplo de fotos que, como las suyas, cuentan una historia concreta.
En el CDIS, en la muestra comisariada por Javier Vila, pueden verse cuatro series temáticas. Las usinas, plantas de generación de energía a partir de la basura donde Lamarca reflejó las paupérrimas condiciones de trabajo; el camposanto de la capital argentina; la labor de los treintañeros de Santiago del Estero, labradores que aspiraban a quedarse con la tierra que trabajaban cuando se cumplían tres décadas de esa labor, entre las trampas de los terratenientes por evitarlo, o la memoria indígena silenciada de los mapuches de Chiloé.
Las 46 imágenes que conforman la exposición son solo una mínima parte del trabajo que Lamarca realizó. «Un veinte por ciento», calcula. Cuando se intervinieron los sindicatos, destruyeron los archivos, «cosa que era una barbaridad», lamenta. Lamarca, que fue detenido y encarcelado, se marchó exiliado de Argentina a España, en la víspera del golpe militar. Su estudio de Buenos Aires fue desmantelado «y se llevaron todo». Cientos de imágenes que construían un silencioso testimonio en el que retumbaba la conciencia social de un país quebrado.
Esa fue parte de su labor, la que más le gustaba, durante muchos años, pero «un fotógrafo hace muchas cosas para sobrevivir». En España estuvo trabajando para una agencia de prensa del corazón. «Me marché porque me parecía asqueroso; agazaparse para descubrir si un señor tenía una amante. Me pareció una porquería como trabajo». Lo que le quedó de aquella etapa fue un apodo. Pidió permiso, días libres, para casarse con la que es su mujer, cántabra, y dio pie a una comparación con una famosa actriz que se casaba con un hombre de pueblo para conseguir los papeles. «¡Me decían Nadiuska!», recuerda entre risas. Eso fue en el año 78. «Imagínate».
«Es un espanto la falta de recursos de los inquilinos frente a la subida de los alquileres», critica Lamarca sobre la creciente gentrificación que sufren ciudades como Barcelona o Madrid. A él mismo le echaron hace poco del que fue su estudio durante 50 años, en una de esas operaciones inmobiliarias. «En mi barrio de Malasaña me encuentro con gente más joven, de 70 años, y nos miramos con desconsuelo pensando en donde ir a tomar un vinito sin que nos arranquen la cabeza», lamenta. Ahora está transitando otra zona, en la calle Barco y frecuenta el antiguo Bar Perico, «donde paraba Tip» y que conserva su solera de antaño. «Estoy descubriendo otro barrio donde me resulta más auténtico ir al bar de un alemán». Lamarca también observa ese proceso de expulsión de lo tradicional en la calle Sol, «que estaba llena de alegría». En sus viajes mensuales, más o menos, a la capital, no ha vuelto por Malasaña. «Estoy guardando duelo del barrio, como una viuda».
Un día, Lamarca se pondrá a revisar su archivo. Cajas y cajas de rollos y negativos. Un viaje al pasado propio y ajeno. «¡No hay nada peor!», afirma. Un archivo poblado por rostros vivos y muertos. Personas que fueron asesinadas, que murieron víctimas de la violencia o represaliados. De ahí su otro sobrenombre de la época porteña: 'Chacarita', en alusión al cementerio más grande de Buenos Aires, con más de 95 hectáreas de muerte clasificada.
A lo largo de su fluida conversación, se van asomando Nicolás Sánchez Albornoz, antropólogo social con el que colaboró y que le dio pautas con las que afinar su serie sobre los 'Treinteañeros', Gardel, «que tenía la manía de ir a fotografiarse a Montevideo con un fotógrafo que sabía lo que le gustaba», Eulalia Ramón, pareja de Carlos Saura y una de las muchas actrices a las que hizo retratos de casting, Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, que aparecen en los contactos de las fotos que Alberto Díaz hizo al Che Guevara o Polanski que encontró la mejor fuente de información sobre el gueto de Varsovia para rodar 'El Pianista', en la documentación nazi y las fotos que tomaban «aún de sus atrocidades, con sus espléndidas maquinitas».
También surgen fotógrafos locales como Keruin P. Martínez, Mingo Venero o uno de sus favoritos, Antonio Manzano. «Sus fotos las reconoces inmediatamente», explica. Manzano expuso una colección de imágenes sobre personas que viven en la calle y una de las espectadoras se quejaba al terminar que en ellas «los pobres son tan pobres». «Me pareció fascinante -ríe Lamarca - porque yo lo que quiero es que si algo es desagradable, se vea desagradable».
Su ojo experto, que calibra mientras habla el rostro que le observa, queriendo saber cómo cambia si la luz procede de otro ángulo, suele detenerse en el blanco y negro. «Me llama la atención y pienso que debe contar algo». Considera «peligrosísimo» el uso de las imágenes para crear falsas noticias. «Se hacía cuando no existía ni Photoshop ni leches, como hizo Stalin con las fotos de Trotski y ahora lo hace el pelirrojo de los Estados Unidos», dice en referencia a Donald Trump.
«Los políticos lo tienen chupado porque pueden transformar la realidad a su placer». En una sociedad acelerada, donde las fotografías se convierten en moneda de cambio para lograr estatus, autoestima y respaldo «hay tanta imagen que ya no hay imagen», critica. «Eso es la banalización».
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