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Es difícil conciliar la vida del escritor en plena promoción, con dos hijos pequeños y una compañera periodista. Pero en ello anda Miqui Otero (Barcelona, 1980), que, tras los actos del Día del Libro, esta tarde estará en la Librería Gil, presentando su último libro, ' ... Orquesta' (Alfaguara). «Estamos en un mundo donde todo obedece a las dinámicas y la retórica marketiniana», dice, pero dentro de esa realidad, «que haya un día dedicado al libro, no me parece necesariamente mal». De hecho, si se produjera una invasión alienígena, él eligiría este día y concretamente, Barcelona, donde San Jordi convierte las calles en «un sueño raro», «para dar una visión nuestra menos peor».
Esas etapas de difusión de la obra extraen al escritor de su zona habitual de silencio e individualidad. En el caso de Otero, lo sacan del «estuche», el espacio rebautizado por su hijo mezclando los términos despacho y estudio. «De repente salgo y me encuentro con todo a la vez, que produce una mezcla de nervios y, cuando llevas unos cuantos libros, agradecimiento». Reconoce a sus lectores y los ve crecer a su vera y la de sus personajes.
Cada uno de sus libros ha ido sumando, desde el principio, reconocimientos de distinto tipo. ¿Siente presión? «No te voy a negar que existen ese tipo de reflexiones o zozobras, pero no cuando escribo», especifica. Ni antes. Eso se mantiene al margen. Hermético. «Lo preocupante sería que pensara en ello mientras escribo». Cuando ya ha salido el libro «ves que hay, como en este caso, una apuesta muy grande, o te ves en un anuncio en la calle, algo que ni te planteabas cuando escribías en libretas de adolescente». Si hubiera dejado llevar por esos criterios con 'Orquesta', «lo más fácil habría sido volver a explorar una novela de formación, con un personaje potente en el medio; hacer lo que ya sabía, no solo que se me daba bien, sino que gustaba mucho». Pero no lo ha hecho. También por la intuición de «obedecer lo que te sale en cada momento. Es bastante sagrado para mí lo de escribir, aunque suene cursi».
Otero escribe «con el lector en la cabeza», y aunque intente dar un salto, piensa en esa persona al otro lado, en que no quiere que se vaya. Si arriesga en el formato, la apuesta técnica, el paisaje, debe ser reconocible. «Que la novela no sea un ovni, sino que conecte con el lector, pero sin determinar lo que tengo que escribir», argumenta.
Tanto este libro como sus trabajos anteriores incluyen dos aspectos troncales: la amistad y el descubrimiento. «Parece que la inteligencia se asocia a un pantone que tiene que ver con el cinismo, la distancia irónica, la sequedad, incluso desde la pillería o el oportunismo», pero él cree que «la lucidez puede tener que ver con otros colores». La empatía, el humor, la ternura, enumera. «La nota dominante es ese tono melancólico que tiene mi trabajo, como darte un golpe y seguir bailando, no está reñido con ser crítico». Jugar con luces amables no elimina esa crítica, «lo son más incluso que otras van como de cara».
Ante cierta romantización rural de la vida en el pueblo, se pueden cuestionar las postales resultantes. «Lo tengo claro y tenía muchas cautelas cuando empecé a escribir esta novela», expone. No quería ser «un paracaidista; el de Barcelona que va de vacaciones al pueblo e intenta atrapar cómo funciona ese mundo». Para ello cuenta con la acumulación de voces «que me permite dar un mensaje contradictorio con distintos puntos de vista», incluso ese trasunto suyo, llamado Miguel o las emociones que se mezclan en el relato. «No quería una visión idealizada, pero tampoco desmitificadora».
Lector de sátira, cree que las novelas que solo aplican esa mirada «son cada vez más estrechas, porque parten de la certeza de aleccionar a otro sobre lo ridículo o condenable que resulta algo». Otero busca contradicciones. Sería una caricatura decir que solo iba al pueblo en verano «porque iba todo el año», ha hablado con gente del valle que le ha explicado «cómo funcionaban determinadas cosas con mucho detalle». Los niños de la aldea saben que pinchando una verruga del árbol, emana un olor. «Eso viene de una inmersión». También leyó libros que le hablaron del territorio y su configuración. «Honestidad, respeto a lo que has vivido y rigor», son los tres elementos con los que ha trabajado, considerando que «un pueblo no es un insecto en una gota de ámbar ni un decorado teatral que te espera para desplegarse: las cosas evolucionan y donde hay gente hay conflicto».
Mirar al pasado con sus cosas malas «para no instaurarlo en el presente» e «imaginar un futuro más tolerable», sería su apuesta frente a los catastrofistas discursos generacionales. «No creo en una mirada fotogénicamente nostálgica hacia el pasado, porque lleva a algo reaccionario e incluso peligroso», pero sí mira al pasado para encontrar «pequeños heroísmos» que podrían ser beneficiosos a día de hoy. Una mirada válida.
«Aquí me llamo de otra forma, vivo, respiro y escribo de otra forma, porque el yo anónimo puede ser mucho menos sincero», escribe en 'Orquesta'. «Es cierto», afirma. El lugar donde le llaman Miguel y no Miqui y se contagia de esa prudencia casi monacal de su familia. «Es muy intencionado que me meta en mitad de la novela y explique algunas claves a través de conversaciones desde dentro».
En su primer libro,'La cápsula del tiempo', planteaba diferentes opciones de final con el formato de elegir tu propia aventura. Como en un relato de Chéjov en el que el protagonista se girase para preguntar ¿cómo he llegado hasta aquí?. «O de 'Resacón en Las Vegas'», añade. «A veces, a dónde has llegado depende de una decisión intuitiva o irresponsable». En su caso, se considera afortunado y no cambiaría nada. «Era un Stephen King prematuro que con seis años estaba todo el día escribiendo ya. Un mocoso insoportable», bromea. Ahora tiene que «negociar» con los problemas o los miedos de haber elegido este camino y no otro, pero está contento de haberlo hecho.
Ha releído sus novelas, que van a reeditarse, y se ha reconocido en ellas. Eso sí, en las verbenas, como las que ponen banda sonora y vital a 'Orquesta', Miqui Otero no es de los que baila, sino de los que mira bailar «porque fuera del escenario es donde ocurren las cosas». Al fin y al cabo, concluye: «La orquesta somos nosotros; nos han dado unos instrumentos y unas armas y estamos interpretando como podemos el tinglado de la vida».
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