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Afinales de los setenta contemplé una de las actuaciones en Madrid de Lola Flores. Tuvo lugar en la sala entonces de moda, en la que se presentaban las figuras que acudían a la capital de España: Florida Park (allí presenciaría también exitosas noches de Rocío ... Jurado, Raphael, Juan Gabriel, Pedro Vargas, etc.) Una magnífica orquesta se encargó de abrir el recital de la estrella jerezana, que entró en pista a los acordes de un pasodoble luciendo bata blanca de cola y moviendo con la mano derecha un abanico del mismo color. Desde que apareció bajo la luz de los focos brotó en el recinto la magia del arte: quedaba unida al público como si fuera un imán. Aquella poderosa irrupción escénica, de arrolladora personalidad, me recordó de inmediato las bellas palabras con las que la describiera José Mª Pemán: «Torbellino de colores. No hay en el mundo una flor que el viento mueva mejor que se mueve Lola Flores». Estaba –es decir, estábamos cada uno de los espectadores– ante una artista enorme.
A medida que su espectáculo avanzaba entre vítores y aplausos impregnados de entusiasmo recordé también lo que escribiera un colega del periódico The New York Times en el año 1953 cuando La Faraona debutó en la ciudad de los rascacielos: «No canta, no baila… pero no se la pierdan». ¡Perfecto! ¿Qué ha habido mejores cantantes que Lola Flores? Sí. ¿Qué ha habido mejores bailaoras que Lola Flores? Sí. ¿Qué ha habido mejores recitadoras que Lola Flores? Sí. Ahora bien. El que suscribe no ha visto nunca en vivo (y eso que a lo largo de mis cuarenta y cuatro años de profesión periodística he visto en directo a numerosas estrellas) a una artista capaz de cantar, bailar y recitar como Lola Flores. Con tal fuerza, magia y poderío, a ninguna. Asistir a cualquiera de sus actuaciones –queda demostrado con este artículo- significaba no olvidarla. He ahí la diferencia entre los profesionales del espectáculo geniales y los que no pasan de aceptables o incluso muy buenos. A los grandes de verdad, jamás se les olvida. Aspecto a subrayar también de Lola es que ya desde sus inicios en el camino hacia el triunfo planteó retos de envergadura. El primero, consolidar su relación profesional y personal con un referente del mejor flamenco, Manolo Caracol.
Quienes mediada la década de los cuarenta presenciaron sus actuaciones en los principales teatros de España con el espectáculo 'Zambra' afirmaban que su química era de máxima intensidad. De tanta, que resultaba milagroso que no ardieran. La clientela llenaba cada tarde y noche tanto los patios de butacas como los gallineros y emprendía el camino de casa impresionada con la exhibición de aquellos dos monstruos del arte y el amor prohibido. Cuando Lola ejercía de rapsoda y evocaba los versos de García Lorca se estremecía el alma de la audiencia. Impresionaba escuchar, con desgarro, de sus labios «¡Ay, qué trabajo me cuesta quererte como te quiero! Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero. ¿Quién me compraría a mí este cintillo que tengo y esta tristeza de hilo blanco para hacer pañuelos? ¡Ay, qué trabajo me cuesta quererte como te quiero!».
No ha existido pareja artística como la formada por Lola y Manolo, Flores y Caracol. Comparadas con ella, las integradas por Carmen Morell y Pepe Blanco, Juanito Valderrama y Dolores Abril (todas, excelentes), y unas cuantas más, eran light. ¿Qué tenía Lola Flores para emocionar tanto a los espectadores? Nadie lo sabe, pues en la vida lo fascinante resulta siempre inexplicable. Como deseaba, su cuerpo fue cubierto en el ataúd con una mantilla blanca y quedó con los pies descalzos. La más grande eligió, como despedida, el epilogo más sencillo.
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